Siempre que el incendio parece insuperable aparece un imbécil con un bidón de gasolina. Lo carga en los hombros titubeantes con una mueca abierta de pato sonriente encantado de haberse conocido, pisando las cenizas de un mundo que arde bajo lo que será. No escucha los lamentos en espiral sobre sus tímpanos, no contempla las grietas en las calles, el seísmo de cuerpos abriéndose en canal mientras los morteros agitan la espesura de humareda en el cielo, tiznado en gris cemento, ni se pregunta el precio de su frivolidad. Pasear no ya con un bidón, sino con una gasolinera entera es lo que ha hecho Donald Trump al reconocer a Jerusalén como capital del estado de Israel. Esto no tiene, al menos en principio, tanto que ver con la fundamentación de los dos bandos como con la mecha que se enciende, y su efecto doliente de ráfagas airadas sobre las poblaciones indefensas, que desde el terrorismo integrista no quedan sofocadas dentro de unas fronteras, sino que pueden pasearse por los Campos Elíseos con normalidad homicida. No se trata ahora mismo de remontarse a las raíces históricas de un conflicto que tiene todas las espinas calientes para terminar mal, sino de estrechar el cerco sobre el presente para tratar de encontrar medidas alternativas, encuentro en los escollos y una meditación sobre la vida que deseamos legar a nuestros hijos: una existencia de dominación y exterminio del contrario, o una convivencia real, reglada desde el derecho.

No es una casualidad que ningún presidente norteamericano haya reconocido, hasta hoy, a Jerusalén como capital de Israel. No es una casualidad que el primero en hacerlo haya sido Trump. Ni Obama, ni Bush hijo, ni Clinton, ni Bush padre. Ni siquiera Reagan, que ya era, cuando se bajó del caballo que compartió con Errol Flynn en Camino de Santa Fe y decidió que Rambo era el gran héroe de América. Nadie. Eran mucho más listos, estaban mejor asesorados, tenían mayor conciencia del lugar de Estados Unidos en el mundo o eran más prudentes, que también. O una mezcla de todo. Donald Trump es dueño únicamente del lugar de Trump sobre la tierra. A partir de ahí, construye un mundo, un poco a la manera de Regreso al Futuro 2, cuando Biff Tannen, que es una antesala cinematográfica de Trump, acaba siendo presidente del Gobierno. Hasta físicamente se parecen. Cuando se dice que la democracia es imperfecta, porque todos los votos se cuentan por igual y cualquier elección está legitimada por la mayoría o por los pactos, debería venir debajo una fotografía de Donald Trump ilustrando el asunto. Ningún presidente del Gobierno norteamericano, en la realidad o en la ficción, había reconocido Jerusalén como capital israelí porque aquello es un campo minado de lugares santos, muros de las lamentaciones, templos que guardaron las tablas de la ley y rayos descendientes del temor de Dios. Aquello, como admite Saladino al final de El Reino de los Cielos, tiene el valor de nada, pero también es todo. Jerusalén es tierra del misterio de la condición humana, la alternativa de las religiones del libro al templo que fue Delfos, la estratificación ruinosa de oraciones por las que tantos millones de hombres y mujeres, de viejos y de niños, han estado y están dispuestos a matar y morir.

Dentro de la precariedad del territorio, Trump ha aparecido y ha prendido varios petroleros con su mecha encendida en Jerusalén Oriental. Todo esto puede estallarnos en la cara y todavía no lo hemos comprendido. Solo queda esperar que Trump se quede solo en su reconocimiento, que la moralidad internacional, suponiendo que exista, no siga ese rastro que ya está recorrido por pisadas sangrientas. Nunca hemos estado a salvo, sobre todo en los últimos tiempos: pero a partir de ahora, con la nueva intifada de Hamas con más argumentos que nunca para la comunidad musulmana internacional, va a ser más difícil reclamar en el Islam moderado el tono de mesura que ha mostrado, por ejemplo, después de los atentados de Barcelona, condenándolos de manera cerrada.

Como La Meca, lugar de peregrinación en la vida de todo musulmán, Jerusalén es un lugar sagrado. Lo que se ha hecho al reconocer la capitalidad israelí de la ciudad santa, es legitimar la política de exclusión del Gobierno israelí con la población palestina que aún se resiste a abandonar un espacio que también le pertenece. En un mundo que admite la trascendencia desde varios credos no hay razón moral para imponer uno solo sobre los demás. Jerusalén debería ser lo contrario de lo que representa.

* Escritor