En la esfera de las ideas políticas, la izquierda de la izquierda se sitúa a la derecha de la derecha. Lo vemos ahora en Italia, en donde una coalición entre el antisistema Movimiento 5 Estrellas y la ultraderechista Liga Norte se reparte los asientos del Consejo. Pero lo habíamos visto ya antes: en la Europa de entreguerras no era rara esta colusión de intereses entre quienes se situaban a ambos extremos del espectro político. Pistolas y cachiporras corrían de un lado para otro. En el ámbito internacional, el apretón de manos entre Molotov y Von Ribbentrop para liquidar la «democracia burguesa» (o la «plutocracia judía») constituye todo un símbolo. Di Maio y Salvini cuentan con famosos precedentes. Lo tremendo es que el enemigo a batir apenas ha cambiado de rostro en este tiempo, aunque sí de nombre: ahora lo llaman «Europa». Pero sus libertades siguen siendo, al parecer, tan «formales» y tan sujetas a la usura de los «mercaderes» como en esos tiempos en los que Hitler y Stalin decidieron borrarlas del mapa.

Propongo un argumento para explicar esta cercanía entre posturas solo en apariencia antagónicas. Los extremistas de izquierda andan deslumbrados por un ideal de tintes tan mesiánicos que los medios para conseguirlo les resultan indiferentes. Si, como sucedió con Stalin, hay que eliminar a decenas de millones de «enemigos del pueblo» para asaltar los cielos y bajarlos a la tierra, ¡adelante! Es un poco como el inquisidor que, para salvar el alma del hereje, desgarraba sus tendones: ¡ya se lo agradecería cuando, confesando su culpa y expiando sus pecados, llegara por fin al Paraíso! Frente a la religión, la extrema izquierda sitúa el cielo en la tierra, pero en un futuro tan lejano que, a todos los efectos, es como si gravitara también sobre el otro mundo: cualquier sacrificio para alcanzarlo, en carne propia o ajena (preferentemente en esta última), es poco. No debe causar desazón moral liquidar un cuarto de la población de un país, como hizo Pol Pot, si al final del camino ingresa uno en esa especie de comunión de los santos que es la sociedad sin clases.

Los extremistas de derecha, por su parte, solo se preocupan por los medios, desentendiéndose de los fines. Pretenden alcanzar el poder, y pare usted de contar. Ahora bien, como el pueblo necesita alguna bandera con la que ser movilizado, los líderes de la extrema derecha esgrimen pendones tan dispares como «Alemania», «Italia», «España», «Argentina» o --y ahora sí que dan ganas de reír-- «Cataluña». En suma: «nosotros somos nosotros y somos los mejores». Como ven, un ideal intelectualmente tan poco exigente (creo que hasta Manolo el del bombo se lo pensaría si tuviera que fusilar en su nombre) que incluso un niño de seis años podría desmontarlo con un sencillo silogismo. Y es que para la extrema derecha el ideario es solo un pretexto. No hay, en realidad, fines. «Nuestra doctrina es el hecho», peroraba Mussolini.

De este modo, lo que al final mueve a los seguidores de ambos extremos --como en tiempos del ilustre florentino-- es el poder. A unos para bajar a la tierra unos ideales que, todo hay que decirlo, siempre se quedan por el camino; a los otros, porque sí. Idealismo extremo y realismo extremo van de la mano. Ahora, en Italia, ambas posiciones se unen otra vez del siguiente modo: la extrema derecha para delimitar el tamaño del «demos» (excluyendo de él esos trozos de «carne humana» que, en palabras de Salvini, flotan en el mar); la extrema izquierda para «empoderar» a ese «demos» así purgado con los frutos de una autarquía económica que puede proporcionar algún rédito inmediato, pero que ya se sabe cómo termina. En otros tiempos, un solo partido se encargaba de hacer todo el trabajo. En Italia, hoy, se reparten las tareas.

Uno agradece que en España no exista algo así como una Liga Norte. Por ahora Vox solo es un amago: el zarpazo de un gatito. Pero el otro extremo de la tenaza ya está listo, y los votantes de Podemos no deberían llevarse a engaño. Iglesias (como Di Maio) afirma rotundo que Podemos no es de izquierdas ni de derechas, pero levanta el puño siempre que se emociona. Es como si un señor con porte marcial hiciera el saludo romano en un mitin al tiempo que anuncia que no es de derechas ni de izquierdas. Uno perdona que un adolescente pasado por la túrmix de la Logse no sepa explicar el significado del «palestino» que luce en el cuello; pero un licenciado en Ciencias Políticas debería saber qué quiere decir cuando levanta el puño en un acto político. Y lo sabe. Ojalá pase mucho tiempo antes de que surja en nuestro país un Matteo Salvini. Ojalá no aparezca nunca. Que nunca se cierre sobre nosotros esa tenaza cuyos extremos --derecho, izquierdo-- pretenden arrancar a Italia de Europa, al tiempo que prepara en aguas del Mediterráneo un pavoroso estofado de carne no italiana.

* Escritor