Suelo pasar por la puerta del colegio al que fui de pequeño. Entrábamos cada mañana por un portón, hoy metálico, antes de madera, enorme a mis ojos de niño, que sin embargo hoy parece haber disminuido de tamaño. Nos colocábamos en fila para entrar y el orden venía determinado por el momento en que llegabas, para ello situábamos nuestras carteras en el suelo una detrás de otra, cada uno en la fila correspondiente a su clase, y por supuesto los niños y las niñas por separado. Llevábamos pocos libros, a lo sumo dos, y uno de ellos era el catecismo, que cada tarde recitábamos. El otro era, a partir de una determinada edad, la Enciclopedia Álvarez, que abarcaba todas las materias y tenía varios grados. No había biblioteca, o al menos yo no la vi nunca, si bien solíamos presumir de nuestra capacidad para leer, o de lo que hoy denominaríamos competencia lectora. No había televisión, y por tanto la distracción eran los juegos en la calle, el cine de los domingos y leer tebeos, porque esa fue en la mayoría de los casos la primera orientación a la lectura de mi generación. Me gustaban mucho los tebeos, y de forma inexorable eso me condujo a los libros, por algunos que veía en mi casa, por los comentarios de amigos y porque un día descubrí que en mi pueblo había una biblioteca donde existía la posibilidad de llevarte libros en concepto de préstamo a tu casa. La primera vez que fui a pedirle al bibliotecario que me hiciera el carnet, su primera pregunta fue: «¿Para qué lo quieres?». Le respondí que para poder llevar libros y leerlos. Su respuesta fue que como mi padre lo tenía, que podía utilizarlo y no era necesario que tuviera el mío. Y así fue cómo durante algún tiempo yo acudí con un carnet del año 1935, de los primeros años de la biblioteca.

Recuerdo esas mis primeras relaciones con los libros por la fiesta que ayer celebramos y porque a lo largo de esta semana Córdoba tiene los libros en la calle, convertidos así en un elemento de sociabilidad para todo aquel que salga a pasear entre las casetas o acuda a alguna de las presentaciones y actos que se desarrollan. Esta virtud de servir como elemento para las relaciones sociales no existe si adquirimos un libro digital que incluimos en nuestro aparato correspondiente, sin negar por ello la utilidad y la comodidad que supone el avance tecnológico. A lo largo del mes de febrero he pasado parte de cada semana en Madrid. En mis viajes en metro observaba a las personas que leían, casi todas en un aparato electrónico, pero también había algunas que llevaban el libro en papel y no podía evitar sentir alegría al verlo. Si estaba cerca, procuraba averiguar qué obra era, aunque a veces las identificaba por la cubierta. Si la había leído, intentaba recordar qué me había gustado o me había interesado, en qué momento de mi vida la leí, porque algunas eran obras de hacía años, y todo ese conjunto de reflexiones me llevaba a pensar en otras muchas cosas.

Algo similar ocurre con el manejo de los diccionarios. No hace mucho comentaba con un amigo que ahora consultamos el diccionario en nuestra pantalla, desde la del móvil a la del ordenador. Le decía que yo también lo hago, pero cuando estoy en casa procuro recurrir al diccionario en papel, a pesar de la (supuesta) incomodidad, porque cuando busco una palabra resulta inevitable fijar mi vista en otras, o descubrir algunas cuyo significado desconocía, algo imposible cuando recurro a mirar una pantalla donde todo aparece muy rápido, pero me pierdo otras posibilidades. Hablar de libros conduce a Borges, sus textos son una invitación a la lectura, y nos dejó una explicación de nuestro interés por los libros, cuando escribió que «Carlyle observó que la historia universal es un infinito libro sagrado que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender».

* Historiador