Lo último que yo haría con un billete morado sería someterlo al poder de una institución animada a subir la comisión de mantenimiento a quince tristes pelotes trimestrales. Más tarjeta, esto y aquello, nos vamos a un incómodo pico así, por la cara. No. Si yo me cruzase con uno de esos magenta lila zinc, lo introduciría en mi gastada cartera, preciado objeto que articula todas mis decisiones vitales, tras lo cual procedería, con toda la satisfacción del mundo, a gastarlo. Ahora que las temperaturas parecen estabilizarse, acudiría en tren a un paraje de costa y, en el más laureado chiringuito, me hincharía. Amén de: renovación de vestuario, copas, café, golosinas, y adquisición de elementos estrechamente vinculados a la correspondiente escala de perversiones, como un buen Panatela con el cual acceder a la sucursal de marras para cancelar, de un tajante «no» y echando humo, la cuenta que me pica. Conozco mi castigo por no domiciliar limosnas, y me identificaría, gustoso, con aquellos señores a los que las Fuerzas y Cuerpos atrapan desarrollando «cosas malas», portando un buen manojo de billetotes. Quizás ellos también pretendían promover el gasto, distribuir un poquito la riqueza, alimentar el comercio. Nadie sabe todo lo que un billete morado puede hacer por la sociedad, y muy especialmente por mí, que he mentido desde el comienzo sobre mis intenciones. No me extraña que bancos y Estado, allí donde estén, se turben cuando pierden la pista. Esa voluntad constituye el sentido, la traducción literal del eufemismo «controlar el gasto». A día de hoy, el enemigo público número uno paga al contado y no deja huellas electrónicas. Invisible, ya es modelo para adolescentes insobornables, cazadores de peligros y emociones, listos para poner en práctica el pasatiempo del futuro: perderse. Y es que, mis queridos adultos, se lo habéis puesto a huevo. Pero, ¿a que sería bonito? Solo por algunos días, por supuesto . H

* Escritor