En la jornada que es noticia la entrega de los premios Príncipe de Asturias, a quienes representan la excelencia y el compromiso que nos sirven de faro y guía, resuenan aún como contrapunto los ecos de las agresiones físicas sufridas tumultuariamente hace unos días en la localidad de Alsásua por dos guardias civiles y sus parejas, la conducta violenta en las calles de Madrid de cientos de seguidores ultras del equipo polaco del Legia en la Champions, ó el reciente episodio en la Universidad Autónoma de Madrid donde varias decenas de exaltados impidieron al expresidente Felipe González dar una conferencia en unas jornadas sobre Sociedad Civil y Cambio Global. Hechos, todos ellos, que con diversos matices, distintos escenarios y circunstancias, ponen de manifiesto el denominador común de la intolerancia.

Más allá de la intransigencia, Chesterton definía la intolerancia como la indignación de los hombres que no tienen opiniones. Ciertamente se ha convertido en uno de los grandes males que nos acechan, incluso peor que el fundamentalismo, la intolerancia genera odio en las personas que encarnan otras creencias, ideologías, doctrinas o sentimientos. La intolerancia con los demás ya es en sí misma una forma de violencia. Desde luego no es un mal nuevo ni minoritario. Escribía Antonio Machado que, de diez cabezas, nueve embisten y una piensa.

Como denuncia el Movimiento contra la Intolerancia, no es un tema menor, sino que resulta preocupante y está en la raíz del aumento de los llamados «delitos de odio», no solamente en países asiáticos, africanos y musulmanes, sino en toda Europa. Cometidos por aquéllos que son intolerantes y perciben como amenaza a quienes tienen otra orientación sexual, credo religioso, ideas políticas, clubes deportivos, raza o nacionalidad, etcétera. Recordemos la quema en Italia de más de una decena de dispensarios de Cáritas. Una auténtica pandemia que no está en el ADN de los seres humanos, sino de las sociedades enfermas. Nelson Mandela, otro de esos prohombres que ha sido luz y ejemplo para muchos, y que también fue galardonado con el premio Príncipe de Asturias, nos decía que nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, o su origen, o su religión. La gente, añadía el presidente Sudafricano y Nobel de la paz, tiene que aprender a odiar, y si ellos pueden aprender a odiar, también se les puede enseñar a amar: el amor llega más naturalmente al corazón humano que su contrario. Un hombre que le arrebata a otro la libertad de expresarse es un prisionero del odio, está encerrado tras los barrotes del prejuicio y de la estrechez mental. Intolerancia a los intolerantes.

* Abogado