La campaña MeToo no es un tribunal de la Inquisición. Las mujeres que ahora se atreven a relatar los abusos o el acoso sufrido no están levantando una pira para arrojar al fuego a los herejes. Eso ya lo hicieron hace siglos los hombres poderosos con aquellos, la mayoría mujeres, que no querían renunciar a su pequeña cuota de poder o de libertad. Entonces las llamaron brujas. No se trata de criminalizar el coqueteo ni de contemplar al hombre como enemigo. Sería absurdo. Son nuestras parejas, padres, hijos, hermanos y amigos. Es algo bastante más sencillo. Se trata de sembrar interrogantes. Especialmente en ellos. ¿Podía haber hecho más para que en el trabajo se valorara por igual la labor de aquella compañera? ¿Esos chistes y comentarios que tantas veces se me escapan me harían gracia si fuera mujer? Y, si fuera ella, esta noche, en esta calle, ¿me sentiría segura? ¿He intuido una situación de acoso y he callado? ¿Estoy asumiendo mi paternidad de modo justo? ¿Estoy perpetuando roles de género desiguales?... ¿Por qué he pensado tan poco en todo esto en toda mi vida?

Ni una simple campaña de imagen ni un dardo de resentimiento. MeToo debe inspirar una reflexión colectiva. Un debate sobre los privilegios que llegan sin méritos, solo por tener un cuerpo de hombre, y la discriminación que, injustamente, aún cargan las mujeres. Una invitación a cuestionarnos los beneficios o perjuicios heredados.

* Escritora