Me la encuentro muchas mañanas al salir de la casa. Es una chiquilla de unos cuatro años. Va a la escuela. Me mira y me sonríe, confiada en mí como si me conociera desde siempre, porque para ella su siempre es apenas un suspiro en mi tiempo melancólico, que tantos años ha acumulado ya sin que apenas me diera cuenta, y que me pesa con su carga de recuerdos. Esa niña es la inocencia, un trocito de la ternura que ocupa toda su alma aún no ahogada por la oscuridad de los mayores. Niños víctimas de las peleas de los padres; niños víctimas de la violencia de las ideologías, utilizados para apoyar lo que los padres vociferan; niños víctimas de obsesos sexuales; niños víctimas de otros niños en calles y patios de recreo; niños en las pateras, en una playa, en el frío, en las lluvias, en los desiertos, en los estercoleros, en las selvas. Una infancia que nunca pudo existir ni nunca existirá, perdida en el fondo de unos ojos que nos miran, nos preguntan y nos interpelan. Y no tenemos respuestas, ninguna respuesta, porque quizás ya hemos olvidado al niño que fuimos y que quería seguir en el fondo de nuestro corazón. ¿Y qué hacemos con él en este mundo de apariencias y abandonos? Todo nos urge, y por eso todo se queda en nada. Continuamente corriendo tras el viento, intentando atrapar el agua. Un mundo hecho para consumir, para consumir apariencias; apariencia de amor, de tiempo, de amigos. ¿Qué haremos con otra Navidad más? Consumir sentimientos, alegría, amigos, viajes; la fantasía de que fuimos alguna vez niños y esperábamos y soñábamos. Pero siempre se rompe la cuerda por la parte más débil y dejamos atrás a nosotros mismos, porque ya no recordamos esa dulce ternura de creer en los Reyes Magos, de sentir que viven las figuritas del belén, de que son reales las letras de los villancicos y existió alguna vez un pequeño tamborilero y una burrita que iba hacia Belén, cargada de chocolate; y que hubo unos ratones que al bueno de san José le royeron los calzones; y que viene una noche de paz, al menos una noche, en que podemos sentir el cobijo de lo verdaderamente humano y regresa nuestro niño a nuestro corazón. Porque la inocencia de cada niño que nace trae al mundo un corazón de luz, una oportunidad para volver a ser puros y no sentirnos extraviados.

* Escritor