En todas las películas del oeste, el público aplaude cuando se cargan al indio. Tanto los del norte como los del del sur, los indios americanos, son considerados los malos, los que raptan a las niñas de los blancos y se las llevan para pegarles la sífilis, contagiados con el treponema palidum por copular, supuestamente, con las llamas. Asesinos, ladrones, violadores, pederastas y zoofílicos. Promiscuos e idólatras, se curaban las fiebres con "los polvos de la Condesa de Chinchón" (la quinina), antes de que ella se los confiscara.

La primera discusión fuerte, que casi me lleva a morir en el mar del norte, la tuve por este asunto. Fue en el año 1958, cuando al Cabo de Hornos , un barco de 22.000 toneladas, lo habilitaron con literas en sus bodegas para que los universitarios fuéramos, de gorra, desde Bilbao al estuario del Escalda, a ver la Exposición Universal de Bruselas. A la primera clase del buque, reservada para turistas de postín, teníamos prohibido el acceso, aunque algunos nos colábamos en sus cubiertas, con cómodas tumbonas. Allí hice amistad con una chica colombiana preciosa y con su familia adinerada que habían venido a descubrir Europa. Furibunda la niña, y con la complacencia del padre, se puso histérica, despotricando contra "la madre patria" y los españoles, por los abusos que "cometimos" los descubridores. Harto de sus insultos, les di un argumento que los dejó sin respiración y llamaron al capitán para que me tiraran por la borda. Vosotros --les dije-- no os apellidáis Quequezana, ni Guanani, os llamáis Chaves de la Lastra, oriundos de Santander. O sea, que asumiendo que en el descubrimiento expoliaran y masacraran a los indígenas, los responsables no fueron ni Isabel la Católica ni mi tataraabuelo Rafael Martínez, de Cabrilla de Jaén. Fueron los maleantes, facinerosos y pendencieros que, como tripulantes, llegaron a aquellas tierras. O sea, a quienes debéis pedirles cuentas son a los que llevan vuestro apellido; la escoria de aquella sociedad española que embarcaban para ultramar a cambio de condonar la pena de cárcel. Sois los descendientes de los que les robaron el oro a los indios, y que vosotros lo lleváis en el piercing de vuestros ombligos, los que expropiaron a muerte sus tierras para hacer los hermosos ranchos que ahora disfrutáis. Sánchez Dragó utilizó recientemente mi argumento en televisión, pero él no tuvo, como yo, que volver a su casa en autostop.

Colón iba en busca de un paso para las indias. Las tripulaciones de los que le siguieron fueron por codicia, para hacer fortuna o para eludir a la Guardia Civil, que entonces se llamaba "la Hermandad de los mangas verdes", azote de malhechores (Escobar, colombiano, el criminal más sádico y rico del mundo, según J.M de Mena, era oriundo de León).

Imaginemos a los aborígenes de Córdoba, que un día se encuentran por el Guadalquivir tres carabelas con Colón y los Pinzones, Pizarro y Hernán Cortés, y les dan pase pernocta a la turba de remeros, hacinados en sus bodegas, con ansia de mujeres y hambre y sed de tres meses. Estos toman tierra con espadas y relincho de caballos. Las piconeras y sus hombres con hondas, despavoridos, huirían a Despeñaperros y abandonarían sus propiedades a merced de los invasores, que con tantas facilidades construirían la catedral de México, para exculparse de la Matanza de Tóxcatl, cuando los aztecas se encontraban adorando a sus dioses. Igual pasó con la Mezquita, que los árabes presumen de habernos enriquecido y silencian los bloody Mary que los Abderramanes se hacían con la sangre de cristianos, mozárabes y muladíes. Ni todo fue tan cutre ni todo fue tan evangelizador.

"Pido humildemente perdón... por los crímenes durante la conquista de América", ha dicho el papa Francisco. Y, presto, el radicalismo católico destructor no quiere reconocer los hechos que cuenta Hernán Cortés: "Se derramó mucha sangre de indios en la toma de ese lugar, por pelear desnudos; los heridos fueron muchos y cautivos quedaron pocos; los muertos no se contaron"(sic). Y Pizarro, que toma de los incas 40 toneladas de oro, más mogollón de plata como rescate, para que liberen a Atahualpa, y cuando los trinca les da garrote vil. O sea, que hay ciertas heridas que necesitan un tratamiento específico, pues se trasmiten genéticamente. No basta con una amnistía urbi et orbe , hay que elegir el "antibiótico y la vía específica de administración para alcanzar el foco infeccioso recóndito". El Papa no ha reactivado el rencor ni la leyenda negra, lo tenebroso era su ocultación, ha ungido la llaga abierta, desde hace cinco siglos, en los descendientes del último emperador inca.

Ahora hace falta que se reconozca la dignidad de los que perdieron la guerra civil española por defender, de buena fe, la Segunda República, legalmente constituida. Acabar también con esa injusticia histórica que no cesa de sangrar. Y conste que yo nací, crecí y maduré en la otra orilla.

* Catedrático emérito de Medicina. UCO