Es una triste casualidad que, víspera del 72 aniversario del lanzamiento de una devastadora bomba nuclear sobre Nagasaki, Donald Trump amenazase con «fuego y furia como el mundo no ha visto nunca» al impertinente dictador norcoreano. Perla que fue rápidamente contestada por este último con el anuncio de un plan para atacar la isla de Guam, un enclave militar norteamericano en el Pacífico. Es triste también que el presidente norteamericano se rebaje al mismo tipo de tono y lenguaje apocalíptico que el de un líder de pacotilla que ha decidido lanzarse de cabeza a la carrera atómica para dar sentido a su caprichosa existencia. Los avezados estudiosos de la cosa americana se debaten ahora entre dos análisis históricos. Uno, hasta qué punto Trump quiso emular a un antecesor en el cargo Harry S. Truman cuando en 1945 afirmó que si los japoneses no se rendían «podían esperar una lluvia de ruina desde el aire, como nunca se ha visto antes sobre la tierra». Y no era un farol. La frase fue pronunciada al anunciar el bombardeo de Hiroshima… y tres días después llegó Nagasaki.

El segundo repaso histórico es al uso de la retórica de los presidentes en momentos de alta tensión. Y la abrumadora mayoría optó por un lenguaje más moderado, precisamente para evitar que la escalada verbal pudiera desembocar en no deseadas consecuencias. Siguiendo a Trump, la verdad, más parece un exabrupto que una declaración medida y calculada. Pero es esa falta de contención, precisamente, la que introduce un grado adicional de riesgo en una situación como esta. La gran mayoría de los expertos descarta un posible enfrentamiento armado. Nadie, incluido Pyonyang, quiere una guerra. Como si de un niño pequeño se tratara, achacan las constantes pruebas de armamento y las amenazas de Kim-Jong-un a una «llamada de atención», al deseo de que Estados Unidos reconozca a Corea del Norte el derecho legítimo a desarrollar su arsenal nuclear como parte estratégica de su supervivencia. Mientras llega la solución diplomática -que hoy parece estar un paso más lejos-, el peligro es que en este juego de a ver quién la tira más lejos a ambos lados del Pacífico a alguien se le vaya la mano. Un error de cálculo con nefastas consecuencias.

De momento, la gran perdedora de toda esta historia es la no proliferación. Más allá del tratado nuclear con Irán, en los últimos años ha habido una ralentización, si no un claro retroceso, en muchas iniciativas relacionadas con el control o la eliminación de armamento atómico.

En ciertas instancias se ha recuperado y normalizado la idea, y la voluntad, de contar con capacidad nuclear para garantizar la seguridad nacional. El propio Trump presume de que su primera orden fue para modernizar el suyo. Es más, el tratado para prohibirlo definitivamente que se está negociando en Naciones Unidas -creando una nueva norma que reconocería su existencia como una amenaza planetaria- está siendo vetado por los Estados que las poseen, entre ellos, curiosamente, los cinco miembros del Consejo de Seguridad.H

* Directora de Esglobal