La situación actual es una de las más complejas que recuerdo porque estamos asistiendo a un periodo de franca descomposición política, económica y social. Su complejidad es enorme porque hay múltiples realidades fragmentadas que exigen, asimismo, múltiples niveles de análisis y de toma de decisiones, y no hay institución o actor con legitimidad y capacidad suficiente para intervenir.

Hemos observado que en Europa, las decisiones políticas y económicas son arbitrarias y el resultado del juego de intereses entre lobbies, empresarios políticos y una élite que administra las instituciones en función de sus propios intereses, nacionales y particulares. Esta lógica está en la base de que los países mediterráneos estemos llamados a ser el Asia de Europa. Pero también está en la base del retroceso y desmantelamiento del Modelo Social Europeo, aquel modelo que conjugaba cierta prosperidad económica con la existencia de derechos civiles, políticos y sociales. Hoy ese modelo se está desintegrando a nuestros ojos sin que nadie lo evite; quizás sea imposible. Gran Bretaña, por ejemplo, ha logrado que los derechos sociales puedan ser reducidos o eliminados, y no solo en su territorio sino en la Unión, a cambio de no marcharse. Pero Schengen también está en tela de juicio. Estas decisiones facilitan que el capital pueda moverse libremente mientras los individuos están atrapados en sus territorios o condenados a vivir en otros sin derechos.

En el ámbito internacional, las guerras (que no son conflictos), están dando lugar a unas tragedias que recuerdan los periodos entreguerras. Las imágenes de los campos de refugiados o las de inmigrantes tiroteados y ahogados en el mar, deberían ser suficientes para exigir un cambio en las relaciones internacionales.

En el espacio doméstico, las cosas tampoco son fáciles. Aunque el interés está centrado en la formación de gobierno y cómo se conjugan los resultados electorales, en realidad, lo que yo veo es la implosión de varios problemas, que estuvieron latentes mientras el dinero fluía y los ciudadanos ignoraban la mayor parte de los procesos reales del país. Asuntos como las tensiones territoriales o la financiación autonómica, al final cristalizan en el deterioro de servicios públicos, es decir, en que un médico te vea en una semana o en cinco meses o en que tu hijo vaya a clase con casi cuarenta alumnos. Tampoco nadie se interesaba por difundir que hay otros lugares donde las cosas se hacen mejor.

¿Qué hacer con las múltiples fracturas de nuestro país?, ¿cómo se resuelve la falta de futuro de nuestros jóvenes?, ¿cómo la humillante desigualdad de las mujeres en todos los ámbitos de la vida?, ¿cómo la situación de abandono de las personas dependientes?, ¿cómo la ruina de un sistema que esclerotiza la ciencia?, ¿cómo unos servicios públicos cada vez más inanes?, ¿cómo la desesperación de la gente que pasa hambre? ... Y más. De momento, la bandera es la única respuesta.

Pero la crisis económica también ha mostrado las limitaciones de nuestro sistema político, y por supuesto de los partidos. Por fin se ve que el sistema facilita el beneficio de la oligarquía y de determinados grupos de poder. También que la legislación es un instrumento eficaz para humillar a la ciudadanía: empobreciéndola, engañándola y arrebatándole sus derechos más inalienables: las libertades.

En este proceso se ha hecho evidente que los partidos políticos, tal y como están concebidos ahora, han perdido su legitimidad. No conocemos de momento otro sistema mejor, pero ya sabemos que sus puestas en escena suelen ser representaciones no siempre sinceras de sus verdaderos objetivos. Por ello, la formación de gobierno es, en mi opinión, solo un trámite que, como ocurre tantas veces en este país, pervertirá los intereses legítimos de la ciudadanía en intereses partidarios.

Y desde luego, espero estar equivocada.

* Doctora en Sociología. IESA-CSIC