No son tiempos patrocinables por la trompeta y los hiperbólicos carrillos de Louis Armstrong. Pero hay argumentos para acercarse más al Mundo Maravilloso y la voz quebrada del hijo insigne de Nueva Orleans, que a las postrimerías de un Miserere. Y no me refiero únicamente a la lenta consecución de los Objetivos del Milenio, en los que globalmente ha aumentado la alfabetización y disminuido la hambruna. De hecho, la semana pasada una sentencia ayudó a desactivar, al menos parcialmente, la polea de uno de nuestros más inveterados sambenitos. En la confección de los arquetipos de las viejas naciones, a nosotros nos tocó acarrear a partes iguales con la picaresca y la culpa. Los siglos nos quisieron hacer condenadamente avispados en los farfullos, a la par que incrementábamos los complejos y las flagelaciones. Pero, con todos sus trompicones, la sentencia del caso Nóos es un buen crisol del avance hegeliano de la Historia.

Hace cuarenta años, febrero no apuntaba para deshielos, y menos tras la masacre de Atocha, cuando la arquitectura de un orden constitucional podría directamente haber pasado al limbo de los justos. Y hace diez, se antojaba más factible creer en el poder de la Fuerza que un miembro de la Familia Real hiciese el paseíllo hacia un juzgado. Hace veinte, se pudo haber sembrado el germen romántico de la deriva catalana. Una Infanta afincada en Barcelona se casaba en su Barrio Gótico con un chicarrón del norte. Con tan apetecible linaje, los separatistas catalanes que aún concebían Europa como un cuento de hadas, podrían haber convertido a Urdangarin en el Bernadotte de los suecos, ofreciéndole la corona del país cuatribarrado. Pero por un cúmulo superlativo de torpezas, el que un día fue duque de Palma más se parece a Thomas Culpeper, el amante de la quinta esposa de Enrique VIII, que acabó en la cruenta y abominable lógica del cadalso. Urdangarin se ha amancebado con los delirios de grandeza, con blindajes de los tiempos en los que las damas de la Corte usaban miriñaque. El pecado de Urdangarin ha sido ese exponencial de postureo, de exprimir el árbol prohibido de la decencia con el agravante de que lo tenías todo. La Infanta ha quedado absuelta, y para ella no existido picota, sin más sans culottes que unas Manos Limpias que se han manchado en ese juicio con el sarcasmo de su descrédito. Pero Cristina de Borbón ha dejado un reguero de soberbia y un egoísta zarandeo a la más alta magistratura del Estado, que también ha procurado aquella ancestral práctica de la supervivencia: lo que no te mata, te hace más fuerte.

Bienvenida la botella medio llena, por mucho que a algunos le resulte cansina esta entibación del Estado de Derecho. Nadie duda de la higiene democrática que para los Estados Unidos fue la posología del Watergate. Y a las Naciones que siguen estirando la Leyenda Negra quisiéramos ver la posibilidad real de enchironar a miembros del linaje regio. Esta España huele menos a ajo y a palmatorias, y con esta resolución judicial ha dado un pasito más en la larga marcha hacia la transparencia.

* Abogado