El destape de la corrupción, obra en gran parte de la crisis que ha hecho saltar el tapón que retenía toda la porquería embalsada en los años del delirio económico, ha tenido consecuencias muy saludables para el sistema democrático, como se ha visto en los resultados de las elecciones municipales y autonómicas, que han significado una renovación de partidos, personas y métodos. Pero este combate no ha logrado desterrar el viejo truco de los partidos de que la corrupción siempre son los otros ni dejar de usar los escándalos como arma arrojadiza contra el rival. Al tiempo que persistían estos tics, los partidos se enzarzaban en una auténtica subasta para presumir ante el electorado de quién tenía más larga la vara anticorrupción. Y así todos o casi todos se comprometían a no llevar imputados en sus listas.

Esta subasta no distinguía entre imputados y equiparaba, por ejemplo, una imputación por corrupción con cualquier otra. Ahora se está viendo que no todas las imputaciones son iguales y es lógico que así sea, pero si los dirigentes, incluidos los de la nueva política, hubiesen sido consecuentes y hubieran tenido la valentía de defender la impopular idea de que no todo es lo mismo, ahora no tendrían de qué avergonzarse. Es evidente que no es lo mismo la imputación de un presunto corrupto que la del concejal del Ayuntamiento de Madrid Guillermo Zapata o la de la portavoz Rita Maestre. El primero lo ha sido por humillar a las víctimas de ETA en un tuit de hace cuatro años cuando la propia víctima, Irene Villa, ha repetido que no se siente humillada. Maestre, por un acto de protesta en una capilla que puede ampararse en la libertad de expresión. Pero la alcaldesa Manuela Carmena también se apuntó en su día a la moda de la condena de la imputación sin distinciones y por eso le pueden sacar ahora vídeos en los que se le recuerda.

* Periodista