Lo peor de este sistema judicial se nos ha mostrado con la sentencia (y el voto particular) de La Manada.

Llevo días resistiéndome a escribir porque no encuentro palabras que definan, no lo que «siento», sino lo que «se siente». Un sentimiento colectivo que las palabras rabia e impotencia no aciertan a describir. Llevo días resistiéndome a escribir porque no sé si merece la pena escribir desde el punto de vista jurídico, o desde el punto de vista político, o simple y llanamente desde el punto de vista de una mujer. Llevo días resistiéndome a escribir porque el elenco de reacciones machistas a la sentencia aún no ha parado (lo último las reacciones de las asociaciones de magistratura ante las reacciones a la sentencia, y no a la sentencia misma, que no sabe una si reír o llorar) y hay que responder a todo. Llevo días resistiéndome a escribir porque no sé si con ello contribuyo a indignarme aún más y corro el peligro de caer en la frustración.

Lo que me motiva a escribir es la comparativa con otro caso que es objeto de juicio en estos días y que, a mi entender, demuestra cuál es el gran fallo de este sistema español. No sé si se da en otros países, no es mi intención denostar este país en concreto y debo decir que la cuestión nacionalista se me escapa por completo, porque siempre he considerado que podía haber nacido en cualquier otro sitio y que esto es una cuestión accidental. Pero vivo aquí, son estas las leyes que tengo que aguantar y son estas las leyes que, cuando nos perjudican, tenemos que intentar derogar.

Estos días se está desarrollando el juicio de los jóvenes de Alsasua (Altsasu). Varios jóvenes de esta localidad son enjuiciados por terrorismo por, supuestamente, agredir a unos guardias civiles en un bar. El fiscal hace un relato político de los hechos según su opinión y en contra de las últimas pruebas evidenciadas. Hay vídeos que demuestran que el testimonio de uno de los guardias civiles es absolutamente falso. En ellos se ve al guardia «relajado, en un ambiente de jolgorio y disfrutando de su acción» (obviamente el entrecomillado no hace referencia a palabras textuales de ninguno de los afectados, sino al voto particular de la sentencia de La Manada). Con la camisa impoluta tras supuestamente haber recibido una paliza que, según las forenses, no se dio por la ausencia de marcas en el cuerpo de los presuntamente agredidos.

Lo que caracteriza de verdad ambos casos tan dispares entre sí, es la impunidad. La impunidad conocida, sabida y esgrimida por quienes detentan el poder en este país. La soberbia de guardias civiles y policías al saber que tienen las de ganar, estén en el ejercicio de sus cargos o no. La impunidad heredada de un régimen franquista, dictatorial y asesino, de jueces, magistrados y fiscales cuyas declaraciones y juicios de valor pueden contener desde insultos a las víctimas a mensajes seudo fascistas, sin que se les pueda meter mano, no ya por la vía penal, sino simplemente disciplinaria. La impunidad de gobernantes que acatan sentencias contra las mujeres, contra la mitad de la población, sin que se les mueva un pelo de la cabeza y que salen con arrogancia a defender el sistema que apuntalan con sus leyes.

Es eso lo que tiene que cambiar en este país. Para que podamos salir a la calle sin miedo a que cualquier policía nos acuse falsamente, apoyado por una judicatura que sentencia en contra del pueblo al que debe defender. Para que podamos poner las bases de un sistema que combata el patriarcado y la injusticia social. Para que se pueda hablar de democracia. Esa es la palabra que se ha repetido en todas las dictaduras, ya sean de organizaciones criminales como la camorra o el cártel de Juárez, ya sean de militares, como la franquista o la argentina: Impunidad. Acabemos con ella, legislemos contra ella. Es hora de acabar con los restos de la dictadura.

* Viceportavoz del Grupo Municipal de IULV-CA en el Ayuntamiento de Córdoba