A nadie le gusta pagar impuestos, pero la mayoría de los ciudadanos entiende que, sin impuestos, no se puede financiar los equipamientos e infraestructuras (autovías, trenes de alta velocidad,…) ni los servicios públicos (educación, sanidad,…) ni las prestaciones sociales (pensiones no contributivas, becas, asistencia social,…).

Pagamos impuestos directos, como el IRPF (que grava la renta de las personas físicas) o el de sucesiones y donaciones (que grava los incrementos patrimoniales a título gratuito), así como impuestos indirectos como el IVA o el de transmisiones patrimoniales. Además, a escala municipal, pagamos tributos como el IBI (que grava la propiedad de bienes inmuebles), el de plusvalía o el de vehículos, así como tasas por determinados servicios (abastecimiento de agua, recogida y gestión de residuos sólidos,…).

Muy a nuestro pesar, pagar impuestos lo asumimos como una obligación ante la amenaza de ser sancionados, o como un deber ciudadano. Otra cosa, es si nuestros gobernantes hacen buen uso de lo que recaudan, un asunto éste que nos llevaría a otro debate y que tiene que ver con la transparencia y la rendición de cuentas (accountability). En todo caso, el que algunos gobernantes hagan un mal uso de nuestros impuestos, nunca puede ser un argumento para oponerse a ello, sino que debe ser un acicate para aumentar nuestras exigencias como ciudadanos en pro de un "buen gobierno".

En un país como el nuestro, las Comunidades Autónomas tienen facultad para crear sus propios impuestos, pero en la práctica la utilizan poco. Por ello, la mayor parte de sus ingresos depende de las transferencias del Gobierno central (a través de los Presupuestos Generales del Estado) o bien de la cesión total o parcial de determinados tributos estatales. Es competencia del Gobierno central ceder algunos impuestos (como el 50% del IRPF) a las CC.AA. de régimen común (es decir todas, menos Navarra y el País Vasco, que son de régimen foral). Así lo hizo el gobierno de Aznar en su primera legislatura para lograr el apoyo del nacionalismo catalán, y así lo había hecho antes Felipe González cediendo parte del IRPF con ese mismo propósito.

Entre esas cesiones, está el Impuesto de Sucesiones, un antiguo tributo cuyo origen más inmediato se remonta a 1967 (cuando se denominaba Impuesto General sobre las Sucesiones), y cuya regulación general se establece en la Ley 29/1987 sobre Sucesiones y Donaciones y en el RD 1629/1991. Impuestos similares a éste se aplican en 28 de los 35 países de la OCDE y en 14 países de la UE-15 (algunos, como Reino Unido o Francia, tienen tipos impositivos del 40%, más altos que en España). Los de sucesiones son impuestos progresivos sobre renta heredada, con los que se pretende limar diferencias de fortuna entre los ciudadanos, y es por esto por lo que se aplican en la mayoría de los países, con independencia del color político del partido que gobierne.

Aunque la gestión recaudatoria del Impuesto de Sucesiones había sido cedida en los años 90 a las CC.AA., fue el gobierno Aznar el que, en 2001, amplió la capacidad normativa de los gobiernos autonómicos para modificar tipos y reducciones (Ley 21/2001), estando ahí el origen de la gran divergencia que existe entre comunidades a la hora de aplicar el Impuesto de Sucesiones.

Con la cesión de tributos a las CC.AA. (tanto el tramo del 50% del IRPF, como la capacidad normativa de otros impuestos, como el de Sucesiones y Donaciones, el de Patrimonio o el de Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados) se ha producido una desarmonización fiscal, ya que el gobierno de cada Comunidad Autónoma tiene facultad (otorgada bien es cierto) para aplicar el tipo impositivo que considere conveniente y las reducciones que estime pertinentes en su territorio. Todo ello genera desigualdad entre los ciudadanos españoles, ya que pagamos de forma diferente esos impuestos según el lugar donde tengamos el domicilio fiscal.

Lo curioso es que no ha habido protesta alguna sobre el diferente tratamiento que le dan los gobiernos autonómicos al tramo del IRPF que gestionan y que, éste sí, provoca grandes desigualdades entre los ciudadanos según residan en una u otra comunidad. La protesta se centra, sin embargo, en el Impuesto de Sucesiones (cuya recaudación global fue de 3.000 millones de euros en 2015), una protesta que se extiende ampliamente por las redes sociales, denunciándose con vehemencia las desigualdades existentes entre CC.AA. a la hora de aplicar dicho impuesto y proponiéndose su derogación con el argumento de que se produce una doble tributación (argumento incorrecto, pues el fallecido, cuando tributaba, y el heredero en el momento de la sucesión, son sujetos pasivos diferentes).

No obstante, hay que señalar que las diferencias entre CC.AA. en relación al Impuesto de Sucesiones se producen más por el lado de las reducciones de la base imponible, que de los tipos. De hecho, hay pocas diferencias entre las CC.AA. de régimen común en lo que se refiere a los tipos impositivos, girando todas ellas en torno a una horquilla que va desde el 7,65% (para el primer tramo de la base liquidable) al 36,55% (para el último tramo), excepto en Galicia, que aplica una horquilla del 5% al 18%. Por tanto, las diferencia se producen, salvo en Galicia, no en las tarifas (tipos), sino en las reducciones y exenciones para el cálculo de la base liquidable del impuesto.

Es Andalucía la que está siendo objeto de la protesta más intensa, por ser de las CC.AA. donde más se paga por este impuesto (junto con Asturias y Extremadura), pero, como he señalado, se paga más debido a las menores reducciones que se aplican en la comunidad andaluza, ya que los tipos impositivos son similares a los de las demás comunidades.

Es una protesta, que se ha politizado en exceso, al implicarse en ella, de modo irresponsable, el PP andaluz y su presidente Moreno Bonilla. Y digo irresponsable, porque, al ser el de sucesiones un impuesto cedido por el gobierno central a las CC.AA., el gobierno presidido por Rajoy pudo haberlo reformado durante la legislatura en la que tuvo mayoría absoluta, y no lo reformó. También es irresponsable porque el impuesto se aplica con igual severidad tanto en comunidades gobernadas por el PSOE, como en gobernadas por el PP, o en las que ha gobernado este partido y no lo reformó cuando pudo (es el caso de Extremadura). Esa politización, a la que se ha unido también Cs exigiendo la derogación del Impuesto de Sucesiones, no contribuye a avanzar en la mejora de un impuesto tan necesario como el de sucesiones a pesar de la antipatía que genera. Tampoco ayuda a ello la respuesta de tintes populistas del gobierno socialista de Andalucía tildando de defensores de los "ricos" y los "poderosos" a los que critican el modo como se aplica este impuesto en la comunidad andaluza.

En todo caso, en el debate en torno al Impuesto de Sucesiones, los que se oponen al mismo están dando una información sesgada y, en cierto modo, falsa, una especie de “postverdad” que me propongo aclarar en lo que se refiere al caso de Andalucía.

a) Con la entrada en vigor en 2017 de la última reforma, la cantidad mínima exenta de pagar el impuesto en Andalucía, está situada en los 250.000 euros por heredero. Esto significa que, si consideramos una familia media con tres hijos, la masa hereditaria debe superar los 750.000 euros para que cada uno de los herederos pague el impuesto de sucesiones. Si está por debajo de esa cantidad, ninguno de los herederos pagaría nada por recibir la herencia de sus padres. Esto explica que, en 2016, de 255.009 autoliquidaciones del Impuesto de Sucesiones, sólo en 19.136 de ellas (el 7,5% del total) los herederos tuvieron que pagar el impuesto, habiendo quedado exentos el 92,5%. Si nos referimos a herederos de los grupos I y II (hijos, cónyuges y ascendientes), sólo tuvieron que pagar el impuesto el 3% de las liquidaciones.

b) Es cierto que en las herencias recibidas de hermanos, tíos o parientes lejanos (grupo III y IV) no existen esos tramos de reducción, y, por tanto, al recaer el impuesto sobre la base imponible formada por toda la masa patrimonial, los herederos pagarán más ello. Pero también es cierto que, en el tratamiento a las herencias de estos grupos de parientes, no hay diferencias entre las CC.AA. y, por tanto, no hay desigualdad entre contribuyentes por el hecho de residir en una u otra comunidad.

c) Hay reducciones muy importantes en la base imponible (en torno al 95%) para las explotaciones agrarias o la vivienda habitual del fallecido, lo cual supone, en muchos casos, una disminución importante del caudal hereditario y, por tanto, de la base liquidable sobre la que se aplica el impuesto. También hay reducciones específicas si los herederos son menores de 21 años, y reducciones importantes por discapacidad.

d) El Impuesto de Sucesiones es progresivo, lo que significa que se comienza aplicando un tipo del 7,65% en un primer tramo para ir subiendo gradualmente la tarifa del impuesto hasta el máximo del 36,50% en el tramo superior.

e) Pese a que, en cada ejercicio, Andalucía es la Comunidad Autónoma más poblada y la segunda con mayor número de herencias (por detrás de Cataluña), no es la andaluza la que más recauda por este tributo. Como señala Olga Granado en un reportaje publicado en eldiario.es, si nos fijamos en el ejercicio de 2013, que es el último del que las CC.AA. ofrecen cifras cerradas para poder comparar, la que más recauda por este tributo es precisamente una de las consideradas “baratas” (Madrid, con 545 millones de euros). En segundo lugar se sitúa Andalucía, con 344,9 millones de euros recaudados por este tributo, cantidad que con toda seguridad disminuirá tras la reforma en vigor desde enero de este año 2017, al haberse elevado a 250.000 euros el mínimo exento.

f) No es verdad que las personas que han renunciado a la herencia suelan hacerlo por no poder pagar el Impuesto de Sucesiones. En la gran mayoría de los casos, la renuncia se debe a no poder asumir la elevada carga hipotecaria que, en ocasiones, recae sobre un determinado patrimonio. En el mencionado reportaje de Olga Granado se muestra que Andalucía no es la que registra mayor número de renuncias, ni en números absolutos ni tampoco con respecto a la totalidad de herencias que gestiona. Tal y como recoge el Consejo General del Notariado con cifras de 2014, sólo hubo renuncias en un 12,1% de las herencias que se tramitaron en Andalucía en ese año, porcentaje inferior al de Asturias (14,9%), La Rioja (13,2%) e Islas Baleares (12,2%). Tampoco está probado, como también señala la citada Olga Granado, que haya una fuga significativa de andaluces para evitar el pago de este impuesto. Desde la Consejería de Hacienda y Administración Pública se indica, según el ejercicio de 2014, que el porcentaje de contribuyentes que cambiaron de domicilio en los dos años previos a la tributación por este impuesto, fue del 0,11% (en concreto 81). Y se indica, además, que sólo 17 se mudaron a Madrid, que es el territorio que el PP-A suele poner como referente del modelo que quiere para Andalucía en relación a este tema.

g) Los que se oponen al Impuesto de Sucesiones esgrimen, como apoyo para pedir su derogación, la sentencia del Tribunal de Justicia de la UE que lo declara ilegal. Pero lo cierto es que esa sentencia no lo declara así porque en unas CC.AA. se pague más que en otras, sino por considerarlo discriminatorio para los europeos no residentes en España (a los que, cuando heredan, no se les aplican las generosas reducciones existentes en las CC.AA., sino que se ven sometidos a la legislación nacional, que es más severa).

h) Si en la zona euro de la UE se tiende hacia una armonización fiscal, no tiene mucho sentido que en España se mantenga la actual situación de desarmonía en algunos tributos, como el de sucesiones. La firme declaración de Rajoy por la integración europea, realizada en la cumbre de Versalles del pasado 6 de marzo, debería ir acompañada de medidas coherentes en ese mismo sentido a escala nacional, y una de ellas debería ser comprometerse con la armonización fiscal en España.

Se tiene, en definitiva, que recuperar la armonización perdida, e ir hacia tipos impositivos similares en las distintas CC.AA, limitando, además, el margen de maniobra de los gobiernos autonómicos para fijar reducciones y mínimos exentos. Esto es lo que se indica en el Informe elaborado en 2014 por la Comisión de Expertos creada a tal efecto por el Ministro de Hacienda (Cristóbal Montoro) y presidida por el catedrático Manuel Lagares.

En ese Informe no se propone, en ningún momento, la derogación del Impuesto de Sucesiones, sino su reforma, haciendo interesantes propuestas con ese objetivo: por ejemplo, eliminar algunas de las actuales reducciones; bajar el mínimo exento a 25.000 euros, pero extendiéndolo de manera uniforme a todo el territorio, y reducir a tres las tarifas impositivas (reducida, media y elevada), pero disminuyendo los tipos (4-5%, 7-8% y 10-11%, respectivamente). A ello se le podría añadir la ampliación del plazo de liquidación del impuesto cuando en el caudal hereditario haya inmuebles no susceptibles de aplicárseles la reducción (por ejemplo, los que no son la vivienda habitual del fallecido).

La mencionada sentencia del Tribunal de Justicia de la UE y el acuerdo al que se llegó el pasado mes de enero en la última Conferencia de Presidentes de CC.AA. sobre reforma fiscal, podría ser una buena oportunidad para, sobre la base del citado Informe de la Comisión de Expertos, encauzar este problema. Este del Impuesto de Sociedades es un problema que, al igual que el de los regímenes especiales que gozan las comunidades forales (Navarra y País Vasco), la Comisión Europea y el Eurogrupo, más temprano que tarde, nos exigirán solucionarlo, en pro de la armonización fiscal en la eurozona.

El Estado español no puede permitirse reducir sus ingresos fiscales, cuando tiene por delante retos de tanta magnitud como mantener (e incluso aumentar) los niveles de financiación de la sanidad y educación o cubrir el déficit del sistema de pensiones. En comparación con la UE, España está más de seis puntos por debajo en presión fiscal de la media de los países de nuestro entorno (el 34,6% del PIB en España, frente al 41,4% en la Eurozona). Por ello, además de seguir mejorando en la lucha contra el fraude, y si no se quiere subir el IRPF, se debe reformar algunos de los impuestos cedidos a las CC.AA. para ser más eficientes en su recaudación.

En definitiva, no es agradable pagar impuestos, pero es nuestro deber como ciudadanos hacerlo. También es nuestro deber exigir que se haga de manera armonizada para evitar desigualdades por razones de residencia. España necesita recaudar más y mejor. Proponer una bajada de impuestos, como hacen algunos partidos políticos, no es de derechas ni de izquierdas, sino de políticos irresponsables. Asumamos esta realidad, y exijamos a los gobernantes que hagan buen uso de nuestros impuestos.

*Profesor de Investigación (catedrático) de Sociología de IESA-CSIC

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