La tozuda realidad de que España sufre de forma grave las consecuencias del cambio climático en forma de sequía -2017 fue el año más seco desde 1965- obliga a tomar medidas para asegurar un reparto equitativo entre la España húmeda y la España seca, tanto para consumo humano como para uso agrícola e industrial. Es elogiable en este sentido que tanto el PP como el PSOE, los dos partidos nacionales con responsabilidad de gobierno en las autonomías, se muestren dispuestos a acordar un pacto nacional sobre el agua que se antoja imprescindible. Esa es, de entrada, la principal diferencia respecto al último -y traumático- intento de desarrollar una política global de agua: el Plan Hidrológico Nacional de José María Aznar que incluía el infausto trasvase del Ebro hacia la costa mediterránea. Aquella guerra del agua se nutrió tanto de legítimas reivindicaciones medioambientales como de cuestiones políticas e identitarias.

Bajo un eje territorial más que ideológico, España se dividió entre quienes consideraban el agua suya y quienes la necesitaban para consumo y el desarrollo económico. La actual postura del PP y del PSOE permite concebir la esperanza de que no se van a repetir los errores del pasado. El espíritu conciliador y dialogante de ambos partidos está en consonancia con la gravedad del momento: las campanas de los embalses vacíos doblan con urgencia desde hace tiempo. El agua es una emergencia nacional que debe tratarse sin populismo ni demagogia. A esto hay que unir también la necesidad de buscar un mayor ahorro en el agua destinado a uso agrario y optar por aquellos que necesitan menos recursos hídricos y generan riqueza social. Ahí estaría Córdoba, que demanda más agua para mejorar sus producciones al presentar un importante desequilibrio respecto a otras provincias de Andalucía. La Junta de Andalucía y los agricultores se han unido para reivindicar a la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir una mayor dotación para el regadío cordobés. El futuro del campo depende de ello.