¿Sabemos los arqueólogos transmitir el resultado de nuestras investigaciones?; ¿cuidamos nuestras narrativas sobre el pasado?; ¿dejamos clara la subjetividad de nuestras interpretaciones…? Hablo no sólo del lenguaje científico, sino también del divulgativo: en ambos ostentamos importantes carencias que limitan de forma sustancial nuestra capacidad para comunicar en fondo y forma; con independencia de que, en último término, ninguna forma de comunicación es del todo inocente. ¿Cuántas Universidades hay en España que, más allá de contenidos y, con suerte, algunas habilidades instrumentales, doten a sus alumnos de las competencias necesarias para que, tras terminar su formación, puedan desarrollar una labor de transmisión del conocimiento solvente, pasional, holística, versátil y comprensible, capaz de adaptarse a los más diversos tipos de público y niveles educativos sin caer jamás en la simplificación, o la aún peor trivialización, hasta transformar sus objetivos profesionales en un ejercicio colectivo de tutela y defensa de la herencia común? Ya lo indicaba hace años N. Himmelmann: la cultura burguesa suele destruir, al banalizarlos, los mismos valores que pretende exaltar; de ahí el peligro más que probable de caer en los estereotipos, de ofrecer únicamente lugares comunes carentes de fondo, matices emocionales y capacidad de estímulo, cuando no puras aberraciones. Sirvan como ejemplo y metáfora desafortunada las numerosas escenografías posmodernas de carácter pretendidamente arqueológico, patrimonial o identitario creadas un día sí y otro también, sin lugar alguno a complejos, por administraciones, instituciones públicas, medios de comunicación, empresas privadas, o incluso particulares de nuestro país. Es necesario, por consiguiente, un replanteamiento oficial y profundo de las cosas que coloque a cada uno en su sitio y separe la paja del grano; impulsar nuevos planes de estudio adaptados a los mercados nacional e internacional, innovadores y competitivos, que tengan de verdad en cuenta las exigencias de la sociedad y del entorno, especialmente en el marco de los grandes yacimientos urbanos como son la mayor parte de nuestras ciudades históricas (entre las cuales, por supuesto, Córdoba); favorecer las sinergias entre los numerosos agentes implicados en alguna medida con el patrimonio cultural y arqueológico, potenciando la creación de valor añadido y nuevas ideas de negocio; apoyar la industria cultural desde una gestación de conocimiento adaptable, dúctil y siempre rigurosa: porque la investigación tradicional no está reñida con la difusión científica, antes al contrario la nutre y la sostiene. De hecho, se puede incluso, perfectamente, hacer investigación desde la transferencia. Este es quizás uno de los campos más novedosos, prometedores y rentables para los próximos años, que, sin duda, abrirá nuevos caminos a experiencias e iniciativas inéditas de fuerte potencial.

Mientras eso llega, conviene reconocer cierta incapacidad por parte de los arqueólogos para difundir una visión correcta de la disciplina y de los resultados de nuestro trabajo (consciente o inconsciente; militante o real) que contribuye a mantener el concepto peyorativo general sobre las piedras viejas. No terminamos de asumir que, cuanto más suyo considere la ciudadanía el legado colectivo del que somos todos co-responsables, mayor será su implicación en la defensa, la investigación, la transmisión y la puesta en valor del mismo. Nos cuesta aceptar que en la educación y la consecuente sensibilización que ella conlleva está la clave para que la sociedad asuma, respete y defienda como propios los testimonios materiales de su pasado. Desafortunadamente, la insolidaridad y el cainismo imperantes en nuestra profesión, las actitudes soberbias, excluyentes o despreciativas, ayudan muy poco a la imagen social de la arqueología; a que además de ciencia histórica se nos considere una ciencia social y por tanto necesaria; a reducir las distancias entre el saber generado --cada vez más frágil y plural--, nuestras flagrantes carencias a la hora de construir y comunicar el conocimiento, y el gran público, por más que éste pueda no sentir la necesidad de aquél si no es educado primero al respecto; en un proceso que se retroalimenta a sí mismo. Son motivos sobrados para la reflexión y la autocrítica, para un profundo replanteamiento ético y epistemológico que, sin embargo, no acaba de llegar; para preguntarnos una vez más de dónde venimos, dónde estamos y a dónde nos dirigimos, o queremos dirigirnos. Un verdadero reto para este 2018 que acaba de empezar, determinante y vital en ciudades como Córdoba. Por duro que sea, el diagnóstico está hecho. Falta reaccionar al respecto.

* Catedrático de Arqueología UCO