La celebración, ayer, del 40 aniversario de las Cortes Constituyentes se produce en un momento adecuado para la reflexión. «No fue fácil llegar aquí», dijo la presidenta del Congreso de los Diputados, Ana Pastor, y es bueno recordarlo, así como la «generosidad» de los que buscaron una transición de consenso en aquellos años difíciles. Porque se cumplen 40 años del momento de apertura democrática que siguió a los anteriores 40 años de la dictadura de Franco, y los que vivieron aquella época recuerdan a la perfección la incertidumbre de los primeros momentos tras la muerte del dictador, el miedo de buena parte de la sociedad española, y la ilusión que se apoderó de la misma ante la posibilidad de aquella «libertad sin ira» que proclamaba la archirrepetida canción de Jarcha. «Habla, pueblo, habla», decían los lemas institucionales invitando a los españoles a acudir a las urnas, y, transcurridas cuatro décadas, hay más que celebrar que de lo que lamentarse. Mucho más.

Se celebró el acto solemne con sencillez, situando en el hemiciclo, juntos, a los actuales diputados y a los que formaron parte de aquellas Cortes Constituyentes. Hubo entre los diputados que inauguraron esta nueva etapa democrática en España destacadas presencias, como la de Felipe González, y también muchas ausencias, algunas justificadas y otras más discutibles, como la del rey emérito, Juan Carlos I, que fue protagonista fundamental de los acontecimientos que se conmemoraban. El discurso del Felipe VI, enérgico y apasionado, recalcó los valores de la democracia y la libertad y el hecho de que esa transición no fue «el proyecto de una persona ni de un partido político», sino «una obra de todos y para todos». Sus alusiones al independentismo catalán, sin citarlo, se basaron en reclamar que no se abran caminos que conduzcan «a la ruptura de la convivencia», pues fuera de la ley solo hay «arbitrariedad, imposición, inseguridad» y negación de la libertad. Las palabras del monarca se ajustan, probablemente al sentir mayoritario de la sociedad española, dado que tampoco cuestionan el actual proceso de debate sobre la reforma de la Constitución, en el que hay partidarios de anularla, de reformarla o de mantenerla a toda costa.

Es evidente que la democracia española no es perfecta, y que los cambios de la sociedad, de la economía, de la política, de las relaciones institucionales y de la vida española exigen respuestas. El clima de crispación política actual, con nuevos modelos que chirrían al asentarse y muy alejados de la ilusión que se vivía en 1977, no facilita un diálogo constructivo, pero, pese a ello, este debe producirse para mejorar nuestro sistema de derechos y convivencia. Aunque haya habido grandes fallos --entre los que la corrupción y la creciente desigualdad son protagonistas-- la España de hoy no existiría sin lo que significó aquel día en el que parlamentarios libremente elegidos volvieron a ocupar sus escaños.