Una campaña electoral --a pesar de su actual mala prensa-- es la escenificación por antonomasia de la democracia en la que intervienen sus dos protagonistas: los candidatos al poder y los ciudadanos que se lo ceden por un tiempo. Muchos españoles del siglo XX pasaron la mitad de su vida sin poder quejarse de los políticos --como hacemos ahora a nuestras anchas-- simplemente porque los que había en su tiempo se habían autoelegido y nunca consintieron una campaña electoral. Esos tiempos que ahora añoran algunos aficionados del club gaditano UD Tesorillo que han increpado a una linier con deseos propios del subconsciente más intolerante, dictador y machista como "ojalá Franco levantara la cabeza y os mandara a la cocina". Podemos y debemos quejarnos de los políticos cuando ni cumplen sus promesas ni consiguen el bienestar y prosperidad de sus representados (si hablamos de corrupción, no consentirles un día más en el cargo). Pero hablar por hablar y por principio mal de los políticos es una egoísta costumbre del ciudadano que, quizá, nunca hace examen de conciencia y despelleja a su alcalde, por ejemplo, mientras su perro está defecando en la calle sin preocuparse de recoger sus excrementos, cuando puede dribla el IVA y a la hora de la declaración de la renta elude los impuestos. La nación, la región, la provincia, la ciudad o pueblo es un asunto de todos los ciudadanos que viven en esos territorios comunes, no solo de los políticos. Escudarse en afirmaciones, en apariencia neutrales y casi inocentes pero tan alejadas de cualquier compromiso ciudadano, como "yo no quiero saber nada de política" puede esconder el perfecto retrato del ciudadano indolente que solo se motiva si le tocan su bolsillo, su aparcamiento o si algún velador mal puesto le altera un milímetro su recorrido diario. En una campaña electoral deberían intervenir ambas partes: los electores y los que pretenden ser elegidos, con idéntico grado de generosidad; aunque con algo más de imaginación por parte de los políticos. Porque lo que tampoco es soportable son esas retahílas de promesas o de recuento de lo hecho en tono monocorde que hace bostezar hasta al militante más creyente. Se ha visto estos días de precampaña y será una reiteración a partir de hoy. Cuando la política volvió a España los mítines llenaban plazas de toros. Ahora, desgraciadamente, en política, casi todo es aburrido. Hasta los debates por la tele. Quizá el poder debería ser para la imaginación. Como reclamaban los estudiantes en mayo del 68.