Se dice que la ignorancia es atrevida, como comprobamos a diario si atendemos a conversaciones a nuestro alrededor, donde cualquiera emite opiniones que carecen de fundamento. Más de una vez, cuando me encuentro en un lugar público y escucho determinadas afirmaciones relacionadas con temas de historia o de política, siento deseos de intervenir para corregir lo que alguien dice, sin embargo me contengo porque no estoy seguro de cómo se iban a recibir mis comentarios. A veces, cuando quienes hablan me conocen (cosa normal en un pueblo) suelen solicitar mi mediación si hablan de algo que entienden que está relacionado con mi dedicación profesional. Por supuesto mi asesoramiento no siempre es bien recibido, sobre todo si no coincide con lo expresado por quien llevaba la voz cantante, que casi siempre suele ser el que habla con un volumen más elevado.

En otro ámbito sabemos también que nuestra ignorancia no nos exime de cumplir la ley. Por ejemplo, ignorar qué es el IRPF no significa que estemos exentos de la obligación de pagar dicho impuesto. Y desde otra perspectiva, es bien conocido que fue considerado como sabio precisamente quien afirmó que lo único que sabía es que no sabía nada, lo cual significa que solo a medida que avanzamos en el conocimiento nos podemos dar cuenta de todo cuanto nos falta por aprender o por conocer. Existe también otro punto de vista como es el de considerar la ignorancia como un mal social que solo se puede resolver mediante la educación, y a lo largo de la historia nos encontramos con corrientes ideológicas y políticas defensoras de principios cuya aplicación garantice que todos los ciudadanos puedan disponer de los medios necesarios para poder salir de la ignorancia. La prensa obrera del pasado siglo nos ofrece ejemplos muy claros de ello, así en el periódico socialista montillano Fuerza y Cerebro Francisco Zafra Contreras publicó un artículo en 1920 con el significativo título de La ignorancia es la muerte, en el cual denunciaba cómo, para dominar a la clase trabajadora, el capitalismo y el clericalismo se habían servido de la ignorancia, de la cual afirmaba que nunca había brotado «ni un rayo de luz ni una raíz de progreso».

No hay duda de que, en cierto sentido, todos somos ignorantes, ni siquiera los humanistas llegaron a tener el conocimiento de todo el saber de su época, y mucho menos cualquiera de nosotros hoy día, aunque algunos estén convencidos de que disponer de medios tecnológicos avanzados como los existentes en la actualidad nos garantiza el acceso a la información, pero no debemos confundir información con formación. Sin embargo, con ser preocupante esa idea, más aún lo es la manifestación de ignorancia que hemos visto en los últimos tiempos en las sedes judiciales, como ha sido el caso de Elena de Borbón, Ana Mato o el más reciente de Rosalía Iglesias, la esposa de Luis Bárcenas. Claro que la cuestión puede ser más grave cuando quien afirma ignorar algo es quien, en teoría, debe ser la persona mejor informada de nuestro país, me refiero al presidente del Gobierno, al que hemos podido ver cómo, sin rubor alguno, expresaba su desconocimiento de que el abogado de su partido en el caso Gürtel había pedido la nulidad del procedimiento o que no había visto el informe del Consejo de Estado sobre el accidente del Yak-42. Cualquier persona medianamente informada de cómo funciona hoy día la política sabe que los altos cargos reciben información puntual de cuanto les afecta, luego esa pretendida ignorancia de Rajoy debería ser llamada de otra manera, porque si de todo eso no se enteraba, ¿cómo es posible que publique un tweet al momento de producirse una victoria de Nadal (ante Dimitrov) o una derrota (ante Federer)? ¿Será verdad entonces eso de que su única lectura son los diarios deportivos?.

* Historiador