El ambiente sabe a fútbol, en su máxima expresión y en su máxima escala. Todos sabemos ya a estas alturas que el Mundial de Fútbol nació como instrumento de paz. Tras la I Guerra Mundial, el francés Jules Rimet concibió el proyecto de los mundiales de fútbol como un instrumento para hermanar a los pueblos, convencido igualmente de las bondades del deporte para superar las divisiones sociales. Dicen que Jules Rimet fue testigo de uno de aquellos partidos de fútbol entre alemanes y británicos que se dieron durante la Navidad de 1914, al inicio de la Primera Guerra Mundial, lo que se llamó la Tregua de Navidad, y que eso le marcó para siempre. De aquellos partidos entre barro, lluvia y exclamaciones en distintos idiomas, en un terreno de juego más acostumbrado a las balas y los cuerpos inertes que a los balones y a los gritos de gol, este francés se enamoró del fútbol y vio en este deporte una oportunidad para la cohesión y la paz. La Iglesia católica no se ha querido quedar a la zaga. Y quizás por eso, hace unos días, el Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida presentó el primer documento de la Santa Sede sobre el deporte: Dar lo mejor de uno mismo. En él, subraya el gran aprecio que la Iglesia tiene hacia este aspecto de la cultura y previene frente a su mercantilización, una amenaza que planea sobre los macroeventos deportivos. El deporte, explica el Papa Francisco en el mensaje que acompaña al texto, «puede ser un instrumento de encuentro, de formación, de misión y de santificación». El objetivo del documento, de casi 50 páginas, es «ofrecer una visión del deporte basada en una comprensión cristiana de la persona y de una sociedad justa». Al mismo tiempo, alaba el valor de la actividad deportiva para educar el carácter. De ahí que la vea también como un ámbito para la nueva evangelización. «La Iglesia no sólo incentiva la práctica del deporte, sino que quiere estar en el deporte, considerado como un moderno Atrio de los gentiles y el areópago donde es anunciada la Buena Noticia».

Los títulos de dos epígrafes sintetizan bien la intención pastoral del documento: «En el deporte, la Iglesia está en su casa» y «En la Iglesia, el deporte está en su casa». A forjar esta visión positiva ha contribuido el magisterio de los pontífices del siglo XX, sobre todo los más de cien discursos de san Juan Pablo II a los deportistas. En la raíz del aprecio de la Iglesia por el deporte está su comprensión de la persona como «una unidad de cuerpo, alma y espíritu». Lo que lleva a la Iglesia a rechazar las concepciones teológicas o filosóficas que ven como males el mundo material y el cuerpo. A la vez, le sirve de base para subrayar «la dimensión espiritual del deporte». Para el Papa Francisco, «dar lo mejor de uno mismo en el deporte es también una llamada a aspirar a la santidad». El Mundial de fútbol sigue su marcha, atrayendo a multitudes. Ciertamente, los estadios siguen siendo «atrios de gentiles», al igual que televisores y móviles. El mundo global ya, en sí mismo, es una inmensa pantalla de emociones y clamores. Ojalá, como quería Jules Rimet, para hermanar a los pueblos.

* Sacerdote y periodista