Los españoles nos dividimos en dos clases: creyentes y no-creyentes. Entre los primeros están los que siguen la doctrina del Real Madrid, la del Barça o hacen gala de inquebrantable fe en sectas como el Córdoba, el Betis, el Atlético, el Atlétic... Y luego están los futbolísticamente laicos, que, mire usted, resulta que son la mayoría. Aunque esos no cuentan. Los muchos minutos que, proporcionalmente, dedican los telediarios al fútbol así lo demuestran. En su laica falta de combatibilidad está su penitencia.

Pero hablemos de los creyentes y de sus profetas: los jugadores convertidos en ídolos.

No digo que no tengan méritos estos dotados atletas dedicados al espectáculo, sean del equipo profesional que sean. Pero es llamativo que en cualquier debate de bar si salen las presuntas deudas a Hacienda del jugador de un equipo, no tarde en recordar otro contertulio lo que debe la figura del equipo rival. Como si fuera otro acrítico debate sobre la corrupción entre el PP y el PSOE.

Insisto: No quito importancia a los profesionales del espectáculo. Pero, ¡Ay amigo! Ponerlos como dechados de virtudes morales y casi religiosas... eso ya es otra historia.

Lo curioso es que últimamente tengo más fe en el deporte que nunca, sobre todo al oír lo que me contaron Javier Amigo y Charo sobre cómo su hija dedicó su infancia y adolescencia, a veces con más de 30 horas semanales de ensayo, a la gimnasia rítmica (llámese fútbol, natación o baloncesto), detallándome todo el sacrificio que supuso para su pequeña y para ellos mismos. Muchos fines de semana de renunciar al descanso para viajar a tal o cual campeonato, muchas horas de compartir ilusiones y decepciones con su hija, muchas circunstancias que condicionaban a la familia cada día...

Un caso más entre miles de padres cordobeses que sacrifican todo por el deporte base. Ante ellos, auténticos deportistas, padres incluidos, me quito el sombrero.

Y si encima los deportistas oficiales pagasen lo que (presuntamente) nos deben a todos, deporte base incluido, sería la leche. H.