Hay premios literarios que pierden prestigio y credibilidad cuando se conoce el ganador, sobre todo por su occidente-centrismo y mirarse al ombligo, con excusas como la cantinela disparatada de que la poesía nación con la música --no sabía yo que Homero era cantante, y qué hacemos con todos los poetas latinos desde Horacio a Virgilio o Catulo--. Que la poesía está unida a la música no cabe duda, eso no quiere decir que lo que se cante sea poesía, y que fuera oral no quiere decir que se cante. Incluso se razona que es medieval la unión de la poesía y el canto. Hemos regresado al pasado, de la modernidad del siglo XXI al Medioevo. Hay premios que nacen ya viejos. Desde mi falsa modestia les puedo dar algunos nombres de escritores africanos poco visibles para los suecos que se hacen el ídem como el mozambiqueño Mia Couto, la nigeriana Chimananda Ngozie Adichie o el keniano Ng’g’ wa Thiong’o. Pero allá ellos.

Y hay otros premios como el Federico García Lorca de Granada --cómo se echa de menos en la que dicen muy poética Córdoba un premio similar-- que ganan prestigio en cada edición y que sirven entre otras cosas para dar a conocer --una función primordial de los premios-- a poetas no muy conocidos como es el caso de la premiada este año, casi simultánea del Nobel, la poeta uruguaya Ida Vitale.

Montevideana nacida en 1923, se exilia en 1973 a México y Estados Unidos debido a la persecución política de la dictadura. Integrante de la conocida generación del 45 junto a Mario Benedetti e Ida Vilariño, su poesía es de tintes juanramonianos y contenido barroquismo; sus poemas, la mayoría cortos y de verso corto, son igualmente intensos, como relámpagos del lenguaje y de la poesía. También rinde homenaje a nuestro Góngora en su poemario Solo Lunático, desolación legítima. Y con ese escepticismo característico de los grandes poetas hacia su propio lenguaje nos dice «escribo, escribo, escribo/ y no conduzco a nada, a nadie». Porque con un sentimiento fatídico de la literatura y la vida escribe que «la hoja en blanco/ atrae como una tragedia»”.

Una poesía misteriosa, candente, con una gran capacidad rítmica desde sus versos blancos a las clásicas décimas o el soneto de siempre; su poesía es una lección de lenguaje y vitalidad poética como su propio nombre: «Sí, cantar es alegrarse,/ como el aire se alegra en la mañana por cada cosa que la vida vuelve». Ajena a forzadas militancias y sentimentalismos o retóricas vacías, nos conmueve en su poema Obligaciones Diarias: «Acuérdate del pan,/ no olvides aquella cera oscura/ que hay que tender en las maderas... Pero no pienses,/ no procures,/ teje... Ariadna eres sin rescate/ y sin constelación que te corone».

Consciente como Mallarmé de que la poesía no se hace con ideas --ni con músicas celestiales, añado-- sino con palabras, y que es el mejor modo de contar la vida, su precisión la resuelve en una concisión intencionada, inteligente, sutil. Una originalidad estética en la que la relación escritura-vida la resuelve tensionando ambas e invocándose mutuamente. Sus poemas son a veces fragmentarios, con una peculiar poética que oscila entre la claridad y un cierto hermetismo y complejidad, como quería Octavio Paz a la poesía. Ida Vitale es una de las poetas más singulares de nuestra lengua. «Será otoño de pronto./ No hay tiempo». Pero sí estamos a tiempo de leer a esta excelente poeta icárica.

* Médico y poeta