No siempre los vocablos guardan las mismas connotaciones que la raíz verbal de la que se amamantan. De humillar cuelga humillación, más afín a la degradación, al escarnio y al sonrojo. Pero también humidallero, esa eufónica palabra que plásticamente guarda tantas evocaciones. Humilladeros eran aquellos minúsculos templetes que se alzaban a la entrada de los pueblos, o en las postas de los caminos. Tenían en el paisaje el aroma de los daguerrotipos, cuando el ángelus pillaba en sus monturas a los muleros, y las preces de las horas y las siegas podían elevarse sin tener que estercolar el nártex con la mansedumbre de las bestias, o embarrar con pía rudeza el fervor del altar mayor de la basílica. Pero también mejores linajes rezaban en tan sacros apeaderos, encomendándole a la fe una buena ruta, más fiable que los migueletes para preservarlos de las alimañas y los cuatreros.

Un buen ejemplo de esa arquitectura popular lo encontramos a la vera de la antigua catedral de Cádiz. Casi aupándose a los tanguillos de las mareas, ese recoleto encalado no guardaba las advocaciones de los piconeros, sino que imploraba los buenos vientos de las Antillas. Sin embargo, por mucho que La Habana sea Cádiz, la cupulita de ese humilladero me recordaba la de esos vertiginosos pueblos griegos gateados sobre el mar y sobre volcanes silentes. Y ahora sí, humillar y humilladero se confunden en esta mixtificación que es el juego político. Para el nuevo Gobierno griego, España y Portugal bien han servido como un oportuno ara de los sacrificios para no importunar a sus contradicciones. Pese a su carácter polivalente, el humilladero tenía un carácter sectario, destinado a evitar en los hisopos del retablo catedralicio los sudores de la labranza. El nuevo Gobierno griego ha jugado al tacticismo de meterle el dedo en el ojo a los supuestamente semejantes. No enojar el rictus de la provechosa Europa luterana a cambio de ensañarse con los países que, en esta comedia, tenían reservados los mismos trágicos papeles.

Se dice que la humillación es el mal atributo de la soberbia, mientras que la cizaña es su mala copia en la miseria. Me parece triste que el Gobierno griego haya contribuido a empequeñecernos entre los países opulentos, a ofrecerles la carnaza de la neutralidad para que nuestras trifulcas mediterráneas no afecten a su status quo. No. No ha sido una salida muy elegante la del señor Tsipras, cuando suele decirse que son los pobres los que entre ellos muestran una mayor solidaridad.

Hay otra humillación, la autoimpuesta, la del lavatorio de los pies o la que se emplea con tino en el juramento del lehendakari en el árbol de Guernica --ante el Cristo humillado--. Precisamente la que Rajoy no empleó en el Estado de la Nación despotricando contra el jefe de la oposición una talla política tramutada en altanería, mientras regalaba tonos de mansedumbre a los nacionalistas. Podemos ser masoquistas, pero no tanto como para cambiar la tónica imperante: en este país se castiga más la soberbia que el error.

* Abogado