Veo a Stefan Zweig saliendo en tren de Viena, lo veo abandonando su vida y su raíz. La estampa no es nueva y permanecerá con nosotros: si hemos leído esa maravilla de la autobiografía titulada El mundo de ayer. Memorias de un europeo, antes de asistir al horror de Petrópolis, sabemos que esa imagen de Zweig marchándose de su ciudad, la esfera de su mundo, el aire del gran café europeo que él había respirado entre valses de Strauss y lecturas de Tolstoi, ya no nos dejará. Es la imagen de un hombre que lo ha perdido todo despidiéndose de su casa, que ve por última vez, radiante en la colina. Lo que ha escrito, cuanto ha podido vivir, lo ha llevado a esa casa, a habitarla y sentirla igual que una corteza del espíritu. Todo lo que ha sido y es Stefan Zweig, con sus novelas cortas, sus biografías y sus ensayos traducidos a casi todos los idiomas, sus viajes por Europa, sus amigos dispersos por varias geografías, y también sus amores, le ha llevado exactamente a ese momento, al instante en que divisa su casa desde la lejanía, en un tren que lo llevará finalmente a la muerte, presintiendo que es la última vez que mirará esos muros, reconociendo la huella bajo el sol de lo que ha sido su vida.

El resto de la historia es conocida: Stefan, acompañado de su segunda mujer, vaga por Europa como un fantasma de la historia que se resiste a desaparecer. El nazismo asentado definitivamente en Austria primero le prohibió entrar en los teatros, asistir a conciertos, entrar en restaurantes o sentarse en un banco. Después le impidió andar por la acera y finalmente le obligó a marcarse la solapa con una estrella de David. Cuando Stefan Zweig parte de Viena deja atrás un escenario que morirá con él. A partir de entonces su vida, o lo que queda de ella, se convierte en un deambular por los países europeos que lo conducen al océano. Da conferencias, presenta libros, es invitado en grandes hoteles y es celebrado como lo que es, una de las figuras literarias europeas más relevantes de su tiempo. Entonces, cuando todavía era considerado un autor demasiado popular por algunos críticos, seguramente a Zweig había dejado ya de importarle la literatura. El suyo era un movimiento con una única fe en la vida, que lo estaba alejando de todo lo que amaba. No tiene papeles y en cada nueva frontera tiene que actualizar una documentación accidentada y transitoria, porque ya es mucho más que un escritor y se ha convertido no en un expatriado, sino en un exiliado y un refugiado del nazismo.

Tras conseguir salir de Europa, ya con la conciencia de la guerra mundial sobre la espalda, nadie puede quitarle de la mirada la sombra del fascismo que lo acompañará a la tumba. Piensa que los nazis ganarán, piensa que los campos de exterminio se podrán extender por todo el mundo. Pasa por Estados Unidos, donde vuelve a ser celebrado como el gran escritor que es, mientras se afana en escribir su último testimonio: El mundo de ayer, una fotografía honda y ampliada de la Europa que él había conocido, que ahora sólo late bajo las cenizas. Cuando llega a Brasil, ya es casi una sombra de sí mismo. Como él mismo reconoce, no tiene ni uno de sus libros, ni una dirección de un amigo a la que poder escribirle. Empieza a planear en su cabeza la idea del suicidio, porque piensa que los nazis también acabarán llegando hasta Petrópolis.

Stefan Zweig representa no sólo la pérdida de un mundo cultural, la degradación de un ámbito civilizado y el principio del fin de Europa como territorio de luminosidad, cuando el gran arte, la gran música o la gran literatura eran populares. Representa a aquellos hombres y mujeres que se han visto obligados a perder sus casas, sus calles, sus plazas, sus ciudades, por no compartir un ideario llamado a expulsar fuera de sus límites a media población. Esto ha seguido y sigue sucediendo, como vemos estos días.

La violencia tiene múltiples manifestaciones: poco a poco te va desplazando, se te deja de hablar y de escuchar en el ascensor o cuando vas al mercado. Arrinconan en el recreo a tus hijos. Insultos, amenazas. Reuniones, conversaciones. Diálogo. Pero mientras esa violencia subterránea logra echarte de tu propia ciudad: si te descubres pensando que estarías mejor en otro lugar, entonces ya han empezado a ganar la partida. Ha muerto Stefan Zweig, que nunca ha terminado de marcharse. Porque hay variadas formas de fascismo: no sólo el garrotazo, sino también minar interiormente la confianza de hombres y mujeres en poder convivir manteniendo un criterio.

* Escritor