Cada vez que hablan de desenterrar el cadáver de Franco, un escalofrío eléctrico me recorre el cuerpo desde la punta de los pies hasta la raíz del pelo, no fuera a ser que, con el toqueteo de los huesos, reviviera el espíritu del finado más allá de los lastres, omisiones y la costumbre de mirar silbando hacia otro lado que viene arrastrándose desde la Transición. Puestos a fantasear, me decantaría por exhumar los restos de todos los demás, incluidos los 22.000 ajusticiados que fueron trasladados al Valle de los Caídos sin el consentimiento de sus familiares, y dejaría allí solo al verdugo, bajo la losa de granito de 1.500 kilos. Un único esqueleto en la gelidez de un mausoleo horrendo, abandonado por siempre jamás a la intemperie, el viento y la maleza que crece en el valle de Cuelgamuros. Y ni un duro de subvención.

Mal arreglo tiene este asunto. Aunque la iniciativa votada en el Congreso pretende «resignificar» el espacio para convertirlo en un santuario de la memoria histórica, libre de la herencia franquista y nacional-católica, dudo de que ese exorcismo pudiera ejercerse en un lugar tan cargado de oprobio. Un sepulcro blanqueado. En cualquier caso, al tratarse de una proposición no de ley el Gobierno hará lo que le venga en gana --o sea, nada- y aquí santas pascuas. Como lo que triunfa ahora es la política gestual, más bien parece que un PSOE en horas bajas ha querido darse una capa de barniz izquierdista para marcar distancias con el PP. De otra forma, no se entiende por qué los socialistas tumbaron en el 2010 una moción para que el Ejecutivo de José Luis Rodríguez Zapatero revisase las sentencias políticas dictadas durante el franquismo.Me gustaría vivir en un país donde se respetase la memoria histórica de verdad, donde desenterrar a los muertos de las cunetas fuese una obligación ética colectiva.

* Periodista