Por mis antecedentes y mi carácter, nadie diría que me paso cada día de la semana, incluidos sábados y domingos, una hora de reloj en el gimnasio. Nadie. Siempre fui muy sedentario. A lo largo de mi vida pasé de ser un ratón de biblioteca a una rata de laboratorio. Y ahora, a mis casi cincuenta y cinco años, no puedo pasar un día sin sudar la camiseta entre la elíptica, la cinta, el remo o cualquiera de las máquinas para ejercitar la musculatura y las articulaciones. Ya puedo decir que morir moriré, pero gordo, cochambroso y herrumbroso, no.

No es que esté hecho un figurín, ni mucho menos; por el momento mi éxito aún se reduce a haber logrado, por la fuerza de la costumbre, que sienta verdadero deseo de ir a mi gimnasio. Atrás quedó el dolor, la desazón por coger la bolsa, preparar calzado, calcetines, pantalón y camiseta, toallas, chanclas, y caminar veinte minutos a paso ligero hasta el gimnasio después de una larga jornada de trabajo. Muy atrás quedó la estúpida sensación de estar malgastando el tiempo. El miedo a una contractura o una lipotimia se esfumó cuando aprendí lo importante que es comer algo y calentar de forma apropiada. Ahora todo va como la seda, me siento ágil, duermo mejor y cada semana mi cuerpo va revelando músculos hacía tiempo olvidados bajo una pertinaz capa de grasa.

¿Que cómo ha podido obrarse semejante transformación de mi personalidad y mi vida? En realidad, yo siempre he sido de los que piensan que el carácter no es algo con lo que uno simplemente nazca con él. Y no es que ignore la existencia de factores genéticos que determinan muchos aspectos de la biología y la psicología de un individuo, pero tampoco se puede olvidar el efecto de la experiencia personal a lo largo de la vida y la exposición constante a esa lluvia fina de estímulos de nuestro entorno social y cultural. Soy lo que soy, pero también puedo acabar siendo lo que hago.

Ahora soy un gimnasta. Bueno, quizás aceptaría decir que soy un ratón de biblioteca que hace gimnasia. Sea lo que sea, el espíritu de la gimnástica me ha poseído, y me atrevería a decir que de forma irreversible. De mí por lo menos no saldrá el ir a buscar a un cura que me lo exorcice. Tal es la naturaleza de nuestra voluntad, de nuestra libertad. Echando la vista atrás, ya no sabría decir cómo empezó todo, qué fue primero. ¿Me levanté un día y me dije frente al espejo: Miguel, apúntate al gimnasio? Pues eso seguro que no ocurrió así. Más bien fue un cúmulo de circunstancias, una miríada de estímulos y justificaciones. Pesó el hecho de que algunos de mis amigos ya lo hacían. Pesaron las evidencias observables del paso del tiempo en mi cuerpo, la constatación de que el sedentarismo me conducía por una trayectoria inapelable hasta la diabetes o el in-farto. Pesó el miedo a ese círculo vicioso de la soledad y la depresión. Y es cierto que sí, que un día me levanté con el firme propósito de ir y apuntarme al gimnasio. Y admito que luego todo ha podido reducirse a un simple mecanismo de autojustificación de las decisiones tomadas. Así de simple es nuestro cerebro. Le gusta construir historias coherentes y felices. Es el juego, y no hay que darle más vueltas.

La cuestión es que me veo así, hurgando en mi barriga a ver cuándo se dignarán esos abdominales que aún se me resisten. Y no es obsesión. Ya, ya sé que pasa, que esto es como todo, como la pasión por los libros o la pasión por el sexo, que llega un momento en que no hay satisfacción posible y el placer y la satisfacción acaban estando en ir siempre un poco más allá. Pero si eso llega a sucederme, será solo un cambio de cromos, una obsesión por otra obsesión. Y sí, podría intentar controlarme, pero también correría el riesgo de obsesionarme con el control. Tal es la naturaleza compulsiva y obsesiva de la vida y del universo en su conjunto.

* Profesor de la UCO