Dos hombres salen de una caseta en la feria de Almería y reciben la paliza de su vida. Hay un gesto tribal en el acoso, en el ataque espurio, en el golpe común, una reminiscencia que parece no ser abolida por ninguna apariencia de los tiempos. Porque da la impresión de que vivimos la más torva apariencia, la más ciega verdad, en el golpe disuelto sobre una realidad que desmiente cualquier signo sensible de avance en la igualdad. Cada vez que hay una nueva agresión homofóbica en España da la sensación de que estamos andando el camino de regreso hacia nuestra auténtica naturaleza, cada vez más bestial y más visible, cada vez más abierta en ese corte brutal con la pasión pacífica en la sangre de vivir y dejar vivir. La sociedad debiera ser sólo eso, una serenidad en lo propio, pero también --y especialmente-- en lo ajeno, sin ninguna intención de remarcar, y agredir mucho menos, una diferencia que es interna y externa, que es la sal de la tierra y su naturaleza más vital. Nacemos y vivimos en la pluralidad de los cuerpos diversos, en los aires y las respiraciones, en la gracia desnuda y en sus signos callados. Imagino a una pareja: no sólo a dos hombres, sino a una mujer y a un hombre, o a dos mujeres, salir de cualquier parte y recibir un ataque brutal con brazos y tabiques nasales partidos, labios abiertos, dientes rotos, y me pregunto qué sociedad estamos construyendo. Bien está poder colgar la bandera del arco iris de un balcón del Ayuntamiento, pero la vida y la educación son mucho más que la publicidad del gesto. Nuestro mayor riesgo es creer que de verdad hemos cambiado.

* Escritor