No he tenido tiempo de leer el libro de Antonio Robinad, entre otras cosas, porque acabo de conocer su existencia. Hemos coincidido, Robinad y yo, en el título Homo indigno. Robinad, en los años cuarenta del XX, y yo, ya digo, hace un rato.

Homo indigno, por mi parte, surge del convencimiento, largamente meditado, sobre nuestro estilo de vida, nuestro sistema generalizado, de cabo a rabo, del Planeta. Feo, injusto, horroroso... Pero, si no aparece alguna entidad superior, no hay quién nos salve: la dignidad de los hombres, si no se excluyen los privilegios del poder, ha pasado a ser inexistente. Tengo pruebas suficientes, las tenemos, por la observación necesaria y también evidente.

No hace mucbo tiempo que aquí, en nuestra ciudad de Córdoba, contemplé dos escenas de cuanto digo o trato de decir. El gran supermercado, el más grande y poderoso por tiendas, empleados y afluencia de clientes. Una de las cajeras, menuda de cuerpo y activa donde las haya, procedió así: después de atender a la inmigrante rumana, palpó con dos dedos el hatillo que llevaba a la salida. Le cobró en calderilla y, aún no había dado dos pasos hacia la puerta, cuando sacó un espray para rociar de ambientador perfumado su alrededor, insistiendo en el entorno de la indigente. La misma y menuda empleada y, esta vez a un estudiante, le hizo abrir una maleta cuando trataba de pagar. Ante los que andábamos cerca, haciendo cola para pagar, el revoltijo de calcetines, camisas, zapatos... y, en fin, lo que cualquiera suele llevar entre sus cosas: sus pertenencias y su maleta, solo suya, salvo que haya pruebas suficientes como para violar la intimidad y afectar a la dignidad de un ser humano del que se sospecha de su integridad u honradez. En cualquier caso hay métodos discretos cuando existen indicios de un acto delictivo. «¡Esto es ilegal, inconstitucional! --protesté-- ¡Pongan vigilantes o instalen sistemas, que existen, para hacer lo que hacen, por un motivo real o una certeza!». También yo me encaré en otro establecimiento notable porque no quise desprenderme de mi mochila.

Y ayer mismo fui a comprar un tostador de pan al más importante y de más campanillas de nuestros centros comerciales. Un señor con aires de bancario vino a cobrarme hasta la caja. Le entregué un billete de cincuenta euros. Miró sin disimulo mi sombrero y mi colorido calzado deportivo. Quizá mi edad y mi barba. Después, tocó el billete: su textura, y a continuación, buscó la maquinita para comprobar su autenticidad. ¡Dios: no pude callarme porque, además, insistió en su control «Y este que me acaba de dar de vuelta, ¿es bueno?». Sentí su desprecio contenido sobre mi rostro. «Aquí se prueban todos y todos los billetes son buenos». Me concedió el favor de una explicación. «¡Pero yo no he visto eso, señor--me quejé--, y a mí me pasa como a santo Tomás!». Entonces, me habría entregado a los perros.

Usted, paciente lector, puede opinar lo que quiera, naturalmente, pero yo me sentí un don nadie auténtico: rebajado, humillado y, por unos instantes, acusado de traficante o falsificador. No me gustan las cosas como están aunque también soy español, español... Atentan contra mi dignidad cuando me tratan como indigno: pillo, pícaro, «pobretón o desgraciado»... Solo nos queda como válido y personal la honorabilidad

¿Lo harían con un obispo mitrado, un general uniformado, un miembro del gobierno o de la familia real? ¿Por qué no?

* Profesor