Los hombres de negro han recorrido una pasarela de salón hacia un escarnio propio. Lo han hecho con trajes oscuros que parecen cortados a medida y corbatas escuálidas, con esa verdad sorda que tratan de imponer como una dramaturgia que se inventa la vida. El camino hacia sus comparecencias en el Tribunal Supremo ha tenido algo de hombres al encuentro del destino, con determinación y nervio adusto ante las inclemencias heladas del invierno constitucional. Antes de presentarse ante el juez Pablo Llarena han mirado a los objetivos de los fotógrafos como suelen hacer siempre, con una conciencia ceremonial del momento, como si antes de solicitar la puesta en libertad fuera imprescindible una puesta en escena. Así, no será hasta mañana lunes cuando se resuelva la situación de los exconsellers y los líderes de ANC y Òmnium Cultural, con lo que quedarán apenas unas horas antes de que arranque la campaña electoral para las elecciones del 21 de diciembre, que no lo serán únicamente entre el independentismo y la unidad de España, sino también entre populismo y democracia.

El asunto es que nada menos que ocho de los diez comparecientes -o sea, todos excepto Jordi Cuixart y Meritxell Borras- concurren a esas elecciones, lo que añade su vértice aterido de dramatismo y también victimismo, que es una cursilería boba de la manipulación. Ya cuando Forcadell acató el 155 y reveló el «valor simbólico» de la declaración de independencia estaba dejando a sus acólitos donde siempre han estado: en lo más ancho y rudo de la calle, en esa latitud inhóspita del sueño del que se despierta no tanto a bofetadas como con una ducha fría de realidad. A mucha gente se la había lanzado en manada contra el Estado centralista opresor, se había acuñado una interminable sucesión de días históricos, se había recuperado ese romanticismo bravucón de los viejos fascismos y se había llorado ante las cámaras para reclamar la vía unilateral, pasando por encima de más de media población. Cuando Forcadell renunció a la simbología del martirio para salvar el culo, lisa y llanamente, sobre el banco desnudo del Supremo, estaba traicionando a toda esa población a la que antes había envalentonado, a todos los convencidos de la ocasión más grande que han visto los siglos y verán los venideros, a los que había lanzado a la conquista de la épica, para dejarlos luego solos y en silencio, abandonados en ese desconcierto de la huida caótica.

También Junqueras y Romeva han acatado el 155, aunque no han contestado a las preguntas de las acusaciones, al contrario que Dolors Bassa, Meritxell Borras, Joaquim Forn, Carles Mundó y Josep Rull, que han sido bastante más obedientitos, porque la fuerza ya se les había ido no solo por la boca, sino a la sombra. Quizá haya sido eso lo más contradictorio para el alma nacionalista --y no digamos para los entusiastas conversos nacionalistas de aquí, que también los ha habido y los hay--: asistir al derrape de sus protagonistas, unos hacia Bruselas y otros hacia el 155, para no seguir escribiendo cartas desde sus celdas. La misma gente que tanto ha manejado la analogía franquista, exportando a Europa el mantra de que España no se gobierna en la democracia representativa, sino desde el Valle de los Caídos, no ha tenido valor para aguantar en la cárcel, como sí hicieron miles de presos políticos durante la dictadura.

Con la misma alegría que han calentado las gargantas ajenas asegurando que en España no hay estado de derecho, sino presos políticos, con Puigdemont soltando falacias a destajo, como cuando afirmó que si en Cataluña hubiera habido libertad lingüística para el catalán no se habría iniciado el procés, no han sido capaces ni de mantener el tipo, el respeto a la causa y a sus seguidores, aguantando en prisión. Todo el mundo tiene derecho a utilizar sus recursos para salir de la cárcel, pero la conversión de estos agitadores ha tenido algo de traición, con una cobardía que casi duele verla y da vergüenza ajena, porque se clava en las tripas de la indignación y ha dejado tirada a más de uno. Tras incendiar el ánimo en la acera, unos se marchan a Bruselas con el 155 entre las piernas y otros lo acatan, ahora mansos, con las bocas pequeñas y las cabezas bajas.

Deslegitimados para su causa, no queda nada en ellos que parezca verdad, porque nunca lo ha habido. Ahora esperarán que sean otros quienes libren su guerra, que sea la ciudadanía la que acuda a inmolar su tranquilidad pública. Nunca un acatamiento simbolizó mejor el resto de la historia.

* Escritor