En casa de mi madre se organizaban timbas de póquer los domingos por la tarde-noche. Aquellas partidas eran un asunto muy serio. Los parlanchines eran expulsados sin contemplaciones (recuerdo a mi madre tapándole la boca con celo a José Agustín Goytisolo para que se callase), los jugadores mediocres también (después, eso sí, de haber sido desplumados unas cuantas veces) mientras que los que no jugábamos a póquer desaparecíamos de la faz de la tierra durante unas horas. Un día, a punto de dar a luz a mi primer hijo, mi madre vino a verme y me pidió que no me pusiese de parto esa noche porque tenía timba y sería un incordio tener que interrumpirla para ir al hospital (naturalmente le obedecí y no rompí aguas hasta el día siguiente a las seis de la mañana).

Había una excepción: Ana María Moix y los partidos del Barça. Cuando había algún partido importante a Ana se le permitía poner la televisión sin volumen y sentarse estratégicamente para poder verla, siempre que no se distrajera y que no comentase el partido. Ana, claro, se distraía, comentaba las jugadas e incluso, algunas veces, a pesar de la indignación medio fingida de mi madre, obligaba a los demás jugadores a levantarse de la mesa y a ver las repeticiones con ella.

Ana fue la primera ferviente seguidora de fútbol que conocí. Tal vez sea casualidad, pero el resto han sido todos hombres.

De momento, y a pesar de las numerosísimas excepciones, el fútbol sigue siendo sobre todo un club de caballeros, como los gentlemen’s clubs británicos del siglo XIX, que tal vez ahora con la ola feminista se vuelvan a poner de moda.

Hoy en día vivo rodeada de hombres, empezando por mis hijos, que siguen el fútbol con mucho interés, a menudo con pasión y si bien no he aprendido todavía a amar el fútbol, he aprendido a amar a los hombres que aman el fútbol.

No puedo pasar por delante de un bar donde se retransmita un partido sin echar un vistazo a los señores acodados en la barra, con sus cervezas en la mano y sus ojos clavados en la pantalla. Creo que en algunos casos lo único que les queda de la niñez, el único bastión todavía intacto de la persona que fueron, la única rendija por la que penetrar de nuevo en un mundo perdido, es su afición al fútbol.

Veo en mis amigos futboleros el candor, la concentración, el fervor, la alegría desbordante, la indignación y el ensimismamiento un poco enfurruñado de la infancia, la tozudez también, la competitividad y el compañerismo. El otro día un amigo me decía que él ya sólo creía que todo era posible en el fútbol. Si quieres sabes cómo es un hombre y cómo fue, obsérvale mientras mira un partido de fútbol de su equipo.

* Escritora