El hombre que no sólo leía a San Juan de la Cruz sino que hizo su tesis doctoral sobre nuestro poeta castellano por antonomasia, nos dejó para siempre. Entre las parafernalias barrocas del Vaticano y su escenografía sin igual, el mundo se ha quedado en suspenso en estos días de abril, mes de mil lluvias y de mil derrotas, mes en el que la primavera desata alergias y depresiones, mes en el que la muerte, y más si es anunciada, florece también como un contrasentido del renacimiento de la vida. El hombre que leía a San Juan de la Cruz era el Pontífice, el hacedor de puentes con otras religiones, el vicario de Dios sobre esta tierra nuestra tan a su suerte abandonada. De los cuatro puntos cardinales llegaron elogios, lágrimas, también algunas críticas al conservadurismo de ese Papa que ha muerto y que se ha ido sin acabar de entender al mundo real. El pasado viernes fue enterrado y un cónclave secreto elegirá a su sucesor que, sea quien sea, nunca coincidirá con los pronósticos del tiempo, de nuestro tiempo, que nos ha convertido en globales vecinos de la miseria y de la opulencia, de la enfermedad y de la desigualdad, de la invención tecnológica y del retroceso en los valores espirituales. Algo, esto último, que llama la atención a la vista del teatro barroco y exhibicionista que las televisiones nos han brindado y que no sé si hubiera sido del gusto del hombre que leía a San Juan de la Cruz.

La Iglesia Católica, en estos como en otros casos, es en sí misma un gran auto calderoniano representado en El Gran Teatro del Mundo tanto en el gesto y en el decorado como en las ideas y en las esencias. El mundo visible (y mediático) frente al mundo invisible. Esas largas colas de fieles y laicos venidos de todos los lugares del mundo contrastan con lo que dicen las estadísticas: que las ovejas se han descarriado en gran medida y que es una contradicción que el que han llamado "Papa de los jóvenes" no haya podido evitar esas encuestas que dicen que sólo el catorce por ciento de los jóvenes van a misa.

En cualquier caso todas estas son visiones de conjunto. Muy particulares si se trata de que un Papa de enorme personalidad ha muerto y ha sido sepultado con toda la parafernalia barroca del caso. Todo ese efectismo de multitudes no me quitará la razón de decir que el gran rebaño de la cristiandad se halla confuso y atribulado ante el impresionismo de la muerte y el expresionismo de la vida real que la Iglesia no acaba de entender con sus dogmatismos doctrinarios. El mundo real avanza en sus preguntas. La Iglesia espiritual no suele acertar en sus respuestas ante cuestiones tan cruciales como la homosexualidad, el aborto, el divorcio, la lucha contra el sida y tantas otras cuestiones. Hay gente que necesita encontrar un sentido a sus vidas en un mundo sin sentido. Gente que no entiende de dogmas fundamentalistas en términos de cotidianidad problemática. Gente que necesita respuestas a sus cuitas. Respuestas espirituales y reales de los dirigentes religiosos. El hombre que leía a San Juan de la Cruz no ha sabido dárselas, tal vez mediatizado por la influencia de lo que denominara Saramago "el factor Dios".

Desde mi perspectiva racional no dejo de entender al ser humano llamado en la tierra Karol Wojtila con todos sus errores de conducta, que fueron muchos, (aún me revuelve las tripas recordar la comunión a Pinochet). Yo lo llamé en otro artículo de aquí "Santísimo colega" a propósito de la publicación de su Tríptico romano en el que tocaba, en clave poética, todas las dimensiones esenciales del hombre, incluida la muerte. Es así como me gustaría recordarlo, tocado por la luz divina, no de su ministerio, sino de la poesía. A la clarísima luz de las palabras que vienen de los abismos de la conciencia "puede sentirse uno gusanito, como ya escribí, de la más ínfima condición: la condición humana". A la edad de su muerte era difícil rectificar sus convicciones acerca de esos errores de conducta en que consiste ser persona. Ese error de conducta es humano, no divino. No somos ángeles, aunque él leyera a una especie de ángel que estuvo en este mundo y que ejerció su humilde estancia en la tierra como un trance místico: Juan de la Cruz. Quien lo ha leído, como el difunto Papa lo leyó, no podrá olvidarlo. Por ello le rindo, pese a mis abundantes desacuerdos, mi laico respeto. Descanse en paz.