Había una vez un hombre que necesitaba llevar siempre la razón. Se llamaba Braulio por su abuelo. Comprobar que otra vez había dado en el clavo generaba en alguna de sus regiones cerebrales, vete tú a saber cuál, una chispita de placer inigualable. Daba igual el asunto en cuestión. Su afán insaciable de estar en lo cierto se extendía a los más diversos campos de la realidad.

Siempre había sido así. Un día, en el cole, cuando tenía siete años, sintió un dolor de barriga muy intenso. Llamaron a su casa. Lo recogió su madre. «Tengo apendicitis como el primo Sebas». La madre: que no fuera exagerado, verás tú como esta tarde ya estás bueno... Varias horas después el pequeño Braulio experimentó por vez primera el subidón que habría de alegrarle y amargarle la vida para siempre: lo que había supuesto era totalmente correcto, no estaba exagerando, no era un simple dolor de barriga. Por poco peritonitis. Y el niño descargado de apéndice y cargado de razón saboreando secretamente el dulce caramelo del éxito delante de las visitas.

De joven tuvo algunas novias, una formal. Un buen día, a dos meses de la boda, María José le dijo que necesitaba tiempo. Habían ido a comprar sábanas. Braulio el infalible anticipó que no habría sitio en el aparcamiento de la primera planta. Al llegar, sin embargo, había un montón de huecos. Estuvo de mala leche un buen rato. María José vio la luz. No podía aguantar aquella obsesión de su futuro marido por salirse con la suya, su manía de ver Saber y ganar contestando a todo como si estuviera en el estudio con Jordi Hurtado. Por lo visto María José también necesitaba espacio. Se fue a Canarias.

Braulio se colocó pronto en el banco. Le gustaba mucho su trabajo. En la sucursal donde finalmente se quedó lo apreciaban bastante. Tenía sus cosillas, pero se podía contar con él. La crisis del sistema estaba pasando factura a las oficinas de la entidad. Se rumoreaba que la reconversión a corto plazo iba a ser brutal. Un amigo con el que salía a correr le dijo con ligereza que no se preocupara, que cómo iban a largarlo a él, los tíos competentes como tú valen porque valen. Braulio sintió el antiguo furor que lo empujaba a pelear por la razón y le dijo instintivamente a su compañero de media maratón que le iba a tocar a él. Fijo, ya lo verás. Y el amigo: que no fuera tan negativo. Y él: como que me llamo Braulio que me toca a mí. Tres semanas después estaba sentado frente a un responsable de zona que había venido de Sevilla para hablar con él. Recursos humanos. El tipo se quedó un poco descolocado cuando le pareció detectar una sonrisa en la cara del hombre al que el banco ofrecía un ventajoso acuerdo a cambio de prescindir de sus servicios , el dichoso hombre que se sabía de nuevo en posesión exclusiva de una verdad más, el hombre que volvía a tener la razón.

* Profesor del IES Galileo Galilei