Las sonrisas de los dirigentes europeos reunidos ayer y hoy en Bruselas en una cumbre con el temario cambiado por el resultado del referéndum británico no esconden la gravedad del momento. La Unión Europea se ha enfrentado a muchas crisis pero pocas como esta. El triunfo del brexit puso en evidencia la inexistencia entre sus partidarios de una hoja de ruta, de una alternativa, para el día después. La UE tampoco la tiene. Ahora hay que ponerse a trabajar y la cuestión es cómo consumar el divorcio. Hasta ayer había cacofonía. Mientras François Hollande o Jean-Claude Juncker tienen prisa por motivos distintos, Angela Merkel pide calma ante la honda crisis interna que se ha abierto en el Reino Unido, lo que no sorprende porque es su forma habitual de actuar y es la que se acaba imponiendo.

La dificultad que tienen ante sí los líderes europeos es doble. Por una parte deben estudiar una fórmula que no sea una típica componenda europea por la que al final hay que pagar un precio carísimo. Como ejemplo, las concesiones que la UE hizo a David Cameron para evitar el brexit con el resultado bien conocido. Londres podría buscar una fórmula que consistiera en mantener el acceso al mercado único sin la libre circulación de las personas. Ese es su deseo, que Merkel ha dejado claro que será rechazado: el Reino Unido no puede aspirar a las ventajas de la Unión si rechaza las obligaciones. Como señalaba un diplomático polaco, es como darse de baja de un club pero querer seguir utilizando las instalaciones. Y esto es inadmisible.

La otra dificultad es la de no dar pie a un largo periodo de incertidumbre. En los próximos días oiremos hablar mucho del artículo 50 del tratado de Lisboa sobre la retirada de un miembro de la UE. En Londres no demuestran tener mucha prisa por solicitar su aplicación. David Cameron, que anoche cenaba con sus colegas europeos para ofrecerles las pertinentes explicaciones, ha creado una «unidad del brexit para afrontar la crisis, pero todo indica que la intención es mantener las cosas en el aire hasta que se consume en octubre su dimisión. La salida del Reino Unido implica desde cuestiones de defensa europea hasta los erasmus; desde la continuación de Londres como centro financiero global, a la presencia de menos orquestas británicas en auditorios del resto de Europa, por ejemplo. Y al final de todo hay personas que son quienes pagan los platos rotos de un aventurismo político que tiene nombres y apellidos.

En este momento de trascendental importancia para el futuro de Europa, España está ausente. Con un Gobierno que ha estado en funciones seis meses y que se prolongará como mínimo otro, Madrid no es más que un mero espectador de cuanto se dirime en Bruselas en estos tiempos convulsos. El precio que paga España por la falta de gobernabilidad también se pesa en Bruselas.