Por mucho que intentemos incorporar todos los novismos del mundo mundial, es difícil sustraerse al historicismo. Es más, hasta su forzada elusión forma parte del juego de la continuidad. Los romanos, con la damnatio memoriae, pretendieron imponer la condena del olvido a próceres caídos en desgracia, rayando su inscripción para burlar la traza de la memoria. Pero ello no es más que un divertimento para los historiadores, un hueco en las crónicas que indica la cercanía de la devastación. Quién puede, pues, sustraerse a la plástica de la última instantánea en la Sixtina. El Papa Francisco rodeado de los líderes europeos. Un Pontífice revestido de la doble rebeldía de los jesuitas y de las tierras australes, defendiendo el corazón de Europa. Con el trasfondo del Juicio Final de Buonarotti, Bergloglio habría arrancado una mueca de maledicencia a Julio II, viendo que su obra no solo congregaría por los siglos de los siglos los cónclaves de sus sucesores, sino que el Sacro Imperio se transformaba como la energía, pero mantenía la constante del progreso y la convulsión. Y para cuadrar otra constante universal, en la audiencia papal faltaba aquella Inglaterra que apostató de Roma por un febril casamiento. Sesenta años de la firma de aquellos venerados Padres fundadores. Y aunque Bergoglio no es León X y Marine Le Pen nunca se asociaría con la iconoclasia de Atila, la líder francesa también pretende acabar con esta Europa, aunque acaso también se plante en las puertas de la Ciudad Eterna.

Aquí no hemos tenido Sacro Imperio Germánico; tal vez una suerte de Liga hanseática; un conglomerado de perfiles e intereses muy contrapuestos --no había más que observar el lenguaje corporal de Eduardo Madina--, pero que sumaban una causa común. Que la unión hace la fuerza sea un lema añejísimo, no significa que se haya dejado de practicar. Si el güisqui se fabricase en una destilería de cinismo, ríanse ustedes de la malta escocesa en comparación con la añada que hubiera salido de los pensamientos abstraídos de la primera fila del Pabellón IX. Pero allí había una causa, o mejor un exvoto común, de nombre Susana. La presidenta de la Junta ha dado el gran salto, y ha hecho bien en robustecerse con la Historia, en testimoniar que porta la llama del socialismo, indicando, sobre todo a uno de los candidatos, su condición de réprobo. Al igual que las apelaciones del Santo Padre a las costuras del Continente, el PSOE necesita la fortaleza de la cohesión para llegar a alcanzar alguna vez los nuevos viejos tiempos. Quizá no sea suficiente con la estela matriarcal de la señora del Sur, pues el lenguaje de esta Baviera con campos de olivos chirría en otras latitudes que desde hace tiempo se hicieron narcisas en su identidad. Susana Díaz no ha dado ese paso adelante hasta que le han pertrechado con buenas dosis de fortaleza y poder, pero ni siquiera con esas condiciones el futuro está escrito. Le falta recuperar el temple de los desfavorecidos, y actualizar ese sustrato progresista que sigue borbollando en los tuétanos de este país. Solo queda aguardar soluciones que encaucen buenas alternativas de gobierno.

* Abogado