La inconsciencia y la controversia son habituales en el mundo de los descubrimientos. Es frecuente que alguien se tropiece con un descubrimiento de forma accidental y que no lo reconozca como tal, y que luego otra persona diferente tome consciencia de que se trata de algo nuevo, e incluso que una tercera persona lo nombre y que más adelante otros extiendan sus consecuencias. Y también es común que varias personas descubran lo mismo de forma independiente en épocas distintas o simultáneamente sin saber nada la una de la otra. Cualquier cerebro está siempre buscando respuestas y construyendo modelos para predecir su mundo.

El descubrimiento del oxígeno es un ejemplo típico de todas estas maneras de descubrir. Muchos libros de historia de la ciencia atribuyen a Joseph Priestley el descubrimiento del oxígeno en 1774; sin embargo, el científico sueco Carl Wilhelm Scheele fue el primero en aislarlo en 1772 calentando sustancias que lo contienen y de las que se liberan con el calor. Lo que Priestley sí hizo primero fue publicarlo. Pero ninguno de los dos fue consciente de que se trataba de un nuevo elemento, sino una forma de aire. Scheele lo llamó «aire de fuego»; y Priestley, «aire desflogisticado». Ambos observaron que era un aire que favorecía la combustión. Y fue Priestley el primero en observar la importancia del oxígeno para la vida.

El tercero en discordia en esta historia del oxígeno es Antoine Lavoisier, el científico francés que reclamó para sí el descubrimiento, aunque hoy se sabe que el propio Priestley le habló personalmente del «aire desflogisticado» y su método para extraerlo de algunas sustancias. Lavoisier repitió los experimentos de Priestley y en varios experimentos nuevos demostró que este aire se encontraba en la atmósfera en una proporción del 20% y que era imprescindible para la combustión, la oxidación y la respiración. Y también bautizó como oxígeno a ese nuevo aire esencial, tan importante para la vida.

Lo irónico de esta emocionante historia de descubrimientos se encuentra en la biografía de nuestros tres protagonistas. La ciencia, vista desde fuera, parece una sucesión de historias felices que nos hacen avanzar y ascender en un supuesto proceso de construcción de la civilización. Pero los detalles personales de las biografías de los científicos suelen mostrar la otra cara de la historia, tal vez la verdadera cara de la vida.

Scheele, al igual que otros químicos de su época, tuvo que investigar en circuns-tancias muy precarias y peligrosas. Además, llevado por el exceso de entusiasmo, la ingenuidad o la inconsciencia, compartió el mal hábito de llevarse a la boca las sustancias que descubría. La probable causa de su muerte fue un envenenamiento por mercurio.

Priestley, aparte de científico, fue pastor calvinista. Su vida pública no fue fácil. En 1794, después de la persecución a la que fue sometido, incluida la quema de sus li-bros, por haberse adherido a la causa de la Revolución Francesa, tuvo que emigrar a la joven nación americana, donde Thomas Jefferson lo acogió con los brazos abiertos, y de donde no volvió jamás.

Lavoisier, por último, vivía del cobro de contribuciones. En plena Revolución Francesa fue arrestado por dicho motivo y, si bien muchas figuras importantes del mo-mento intentaron salvarlo, el presidente del tribunal pronunció en su sentencia las siguientes palabras: «La república no necesita ni científicos ni químicos, no se puede parar la acción de la justicia». Y fue guillotinado el 8 de mayo de 1794. Lagrange, el genial matemático, diría al día siguiente: «Ha bastado un instante para cortarle la cabeza, pero Francia necesitará un siglo para que aparezca otra que se le pueda comparar».

La disidencia es algo consustancial al pensamiento científico; por eso los cientí-ficos expresamos la discrepancia con naturalidad, en la creencia de que la búsqueda de un modelo mejor para explicar el mundo es un objetivo noble y compartido por todos. Pero la vida suele ser más complicada.

* Profesor de la UCO