Hay preguntas retóricas que no solían faltar en quienes se inician en el género periodístico de las entrevistas. Una que acarreaba titubeos y cierta dosis de reflexión al interpelado era la que le demandaba resaltar un personaje histórico. También a uno le asaltarían dudas en cuanto a la elección del personaje, pero en mis particulares quinielas suele estar presente don Miguel de Unamuno. Pero más allá de los méritos del insigne bilbaíno, impera en esa opción una cuestión cabalística: los de mi quinta nacimos 100 años después que el más famoso rector de la Universidad de Salamanca. Y en la perversa imaginación de un literato, no está de más invocar la lúdica transcripción de unas fechas paralelas.

Sorteamos nuestro 98, con la mejor noticia de que no emana a botepronto un acontecimiento impactante de esa fecha. Lo más cercano a un desgajo de la soberanía nacional fue el astracán del islote de Perejil, cuatro años después, cuando ya se barruntaba el espíritu de las Azores. En el 18, Unamuno estrena Fedra en el Ateneo de Madrid, y a los españoles nos endosan las postrimerías de la leyenda negra, titulando como gripe española esa pandemia que ni siquiera comenzó en suelo patrio. En esos complejos seguimos, pues la Ministra de Justicia alemana muestra un preocupante ejercicio de soberbia, olvidando que el precipitado reconocimiento alemán de Croacia azuzó la guerra de los Balcanes, o que el cándido jaraneo a los levantamientos de la plaza del Maidán de Kiev brindaron la oportunidad al más listo de la clase --llámese Putin-- para comerse Crimea.

Pero donde más asoma el fantasma de Unamuno es en la estirpe de regeneracionistas. Los centenarios hijos de Unamuno estudiamos un siglo XIX infestado de políticos mediocres, los que llevaron a pronosticar al autor de San Manuel Bueno, mártir que España también perdería Cataluña... Parece que la católica España se ha vuelto budista, porque, dada la calidad de la clase política, hay que creer en las reencarnaciones.

Los episodios que estamos viviendo son lamentables. La presunción de inocencia es alargada, pero para todo quisque, incluidas unas profesoras interinas que, explíquenme ustedes, qué beneficio ganarían con falsificar un acta. Ya no basta con matar al mensajero, sino endosar las sospechas al más débil. Desde las filas del PP, se manda el mensaje subliminal de mejor estarse quieto y abstenerse de denunciar posibles irregularidades, so pena de tildarte de psicópata.

A lo largo de mi trayectoria profesional, he conocido a muchos dirigentes sin estudios que despreciaban a los titulados, pero que hacían el arte de birlibirloque para aumentar su currículo. Cristina Cifuentes es licenciada en Derecho, ergo no tenía la necesidad de meterse en ese fango. Y, aunque estamos acostumbrados, dado que es de uso común en toda la clase política, resulta desalentador ese aplauso exorcizante de la Convención de Sevilla. A todos sus asistentes habría que hacerle una polisomnografía para comprobar cuán elevados son los picos de cinismo. Sean, pues, consecuentes con las futuras decisiones de los electores. Uno sigue siendo estudiante universitario, por masoquismo o por vocación. Se machaca horas de estudio, y siente la lógica amargura del suspenso, pero también la inmensa satisfacción de superar nuevas asignaturas. Quizá por ello se siente más cercano a esa ola de indignación, acunada por un partido que santificaba a gritos la filosofía del esfuerzo. La suerte del estamento político, y la desgracia nuestra, es que el maleficio del XIX está muy repartido, y empieza a gangrenar a los regeneracionistas que se anaranjan de tacticismo. Curiosamente, y para que los huesos del rector salmantino den un sarcástico respingo, Cifuentes también es hija de Unamuno.

* Abogado