A veces, mi hijo menor sonríe haciendo una mueca un poco burlona e interrogativa que es clavada a la que hacía su abuela cuando te estaba tomando el pelo. Y a veces, el mayor se queda pensativo, con la mirada perdida y los ojos entornados como le ocurría a su abuelo, al que nunca conoció, cuando de repente levantaba la vista del libro que estaba leyendo y se quedaba ensimismado. Mi madre afirmaba que mi hermano y yo caminábamos como mi padre, apenas rozando el suelo, impulsándonos hacia el cielo con cada zancada. También decía que yo era un poco bruja, como su madre. Mi padre pensaba que me parecía a su abuela, a la que nunca conocí, de la que jamás vi ni un solo retrato.

Heredamos el amor a los animales y el amor a los libros, que tal vez sean los dos amores más decisivos y fundamentales. Heredamos también el odio a las corbatas y a los trajes, y a la formalidad y al aburrimiento y a las convenciones sociales. Heredamos el vano buen gusto y la molesta costumbre de contar chistes. Heredamos el mal genio, el sentido del humor, el gusto por la seducción y el lenguaje.

No heredamos ni los traumas ni las obsesiones, que están hechos a medida de cada uno de nosotros, como el dolor y los miedos. Heredamos la soberbia, la cursilería y la desconfianza. No heredamos la capacidad de mando. Heredamos la generosidad y la forma de relacionarnos con el dinero. Heredamos algunas manías. No heredamos ni los fracasos ni los errores. Heredamos el gusto por el mar o por la montaña. Heredamos la fuerza y el valor. Heredamos la prudencia y la cobardía. Heredamos un equipo de fútbol y la afición por el baile. Heredamos el amor por la música o la sordera musical. No heredamos las pasiones, pero sí la pasión.

Heredamos la manera de posar los labios sobre la frente de nuestros hijos para ver si tienen fiebre. Heredamos la obsesión de que todos nuestros seres queridos vayan abrigados y no tengan nunca frío. Heredamos las historias y las anécdotas repetidas mil veces y guardadas como tesoros. Tal vez heredemos la muerte. Y a veces no heredamos nada o necesitamos revocar todo lo que nos ha sido dado porque nos resulta demasiado pesado y contrario a lo que deseamos ser.

No es cierto que no haya dos seres iguales, hay muchos más. Dentro de 200 años, una niña mirará al mundo con tus ojos castaños y somnolientos y socarrones, se rascará la frente como te la rascas tú, y un chico acariciará la portada de los libros como lo hacía tu bisabuela, y otro se enfurruñará en un restaurante como hacía tu padre, y otro, cuando se ponga nervioso, acariciará su dedo índice con el pulgar. Y en ese gesto minúsculo, torpe, imperceptible, estará la historia de toda tu familia.

* Escritora