Hace unos días he leído algo muy interesante: trataba de un experimento con elefantes que ha determinado su grado de autoconciencia, cuando hasta ahora se creía que esta característica era privativa del ser humano, de algunos primates y de los delfines. Es decir, los elefantes son capaces de «encontrarse», capaces de reconocer su propia imagen. Y para llegar a esta conclusión, a los científicos les ha bastado colocarlos delante de un espejo y observar cómo reaccionaban los grandes paquidermos, concluyendo que son animales sociales, capaces de aprender comportamientos, de establecer empatías con sus similares y hasta hay estudios que revelan cómo son capaces incluso de llorar a sus muertos. También yo un día, hace ya un montón de años, me miré al espejo y exclamé: ¡caramba! ¡Esa soy yo! Y comencé a examinarme, a medirme... Y cada mañana, nada más levantarme, me coloco delante del mágico cristal y le hago la consabida pregunta: oye, espejito, ¿«crezco o menguo»? Y el mago del espejo va y me responde.

Pero llevo tiempo pensando que los espejos de hoy día, tan parlanchines hasta para los elefantes, han debido tornarse opacos y mudos porque, para encontrarse con uno mismo, la gente se impone la necesidad de hacer el Camino de Santiago, Camino que en mis tiempos de niña hacían los peregrinos penitentes, sin más equipaje que su cuerpo cubierto por ruda túnica, sandalias de esparto, sombrero de ala ancha y bordón del que colgaba una calabaza que hacía las veces de cantimplora. Creo que el Camino hoy día es más objetivo de turismo que de penitencia y sobre la decisión del encuentro personal, un colocarnos ante el espejo, cada día, basta, y si no, miremos a los demás y nos veremos a nosotros mismos.

* Maestra y escritora