Harrison Ford pasea por las calles de Córdoba, con la normalidad perlada de su barba frondosa ante la Puerta del Perdón. Indiana Jones escapa del desastre al acecho con tesoros ocultos y a la vista, más allá del relato de su propia victoria en la tumba del tiempo, con su voz macilenta de candiles pausados sobre la oscuridad que envuelve el aire líquido del Cristo de los Faroles, en una harina súbita de luz. Cómo se descubre una ciudad, y más aún Córdoba, cómo es posible verla en los ojos de otro: tenemos a Han Solo lanzando la extensión voraz del látigo sobre el raudo reflejo del Halcón Milenario, a velocidad estelar, en el sueño dormido todavía cuando cruza hasta El Caballo Rojo, donde se refugia de los flashes. Es genial encontrarse en las afueras de Hollywood, con esa madurez introspectiva, en la ruta simbólica y caliente de las máscaras regias, parlantes y corpóreas, con su expresividad, de Averroes a Maimónides, porque ningún turbante oculta el gesto natural de la sangre tensando los contornos de las azoteas, como un jarro de luz, franco y sincero, que nos recuerda el rostro de lo que seremos, de cuanto podemos ofrecer. Harrison Ford viene a ver la Mezquita-Catedral; no la Catedral, sino la Mezquita-Catedral, su aliento soterrado de lamentos durmientes, como si hubiera probado el mejor sorbo de eternidad serena en El Tablón, con esa mesa recia y circular que también vio sentarse a Pio Baroja, cuando la ciudad era una discreción con sus labios de feria, tras su vientre otoñal. Todos somos actores de la escena, con su sombra caliente. Ha venido Indiana sin el arca perdida, porque ya no hay más tablas de la ley que la visión crepuscular, de argentería fenicia, en el poema de Pablo García Baena, que habría preferido a Marlene Dietrich. Pero como Harrison es un tipo listo, terminó la noche brindando, con unos amigos, en la barra vital del Jazz Café. Hoy nos queda su barba introspectiva, esa carpintería del oficio convertido en verdad.

* Escritor