España, cuna del papanatismo instintivo, del acto reflejo como principio moral, decidió hace décadas que su enemigo natural eran los Estados Unidos. Posiblemente desde la derrota de 1898, en el imaginario colectivo hispano los yanquis son esa gentuza rica e inculta que nos hace olvidar nuestra propia realidad de pobres incultos. El sentimiento se exacerbó cuando la progresía patria se alineó con el oso ruso, y aún anda ahí más o menos. Por eso hay tantos que se oponen a la celebración del Halloween, no por otra cosa. De nada sirve explicarles que la fiesta es mucho más nuestra que de los yanquis; una fiesta nuestra, sí, con origen en la del samhain de los antiguos celtas, pero como ya no se estudia aquí nada más que los agravios históricos y las particularidades regionales desde el siglo XIX, casi nadie recuerda que, 500 años antes de la llegada de los romanos y de los cristianos éramos celtas, iberos, celtíberos, y que aquellos tatarabuelos celebrarían alguna fiesta parecida a ésta en honor del final del verano, del comienzo del año, de la apertura a una nueva etapa que se asimilaba también a la de la muerte (los fríos otoño-invernales) cuando la distancia entre el mundo de los vivos y de los muertos se acortaba y éstos venían a visitarnos. La Iglesia también se queja del Halloween, pero los cristianos deberíamos hacerle ver a la institución que, puestos a suplantar, fuimos los cristianos los que suplantamos con las nuestras todas las festividades habidas y por haber del calendario pagano haciéndolas coincidir hasta en significado muchas veces. Menos complejos, menos ortodoxia y más alegría, leñe.

* Profesor