Sí, nos hacemos mayores y se nos está haciendo demasiado tarde para muchas cosas, obvia conclusión a la que llega cualquiera que, cumplida cierta edad, mire a su alrededor en este tiempo de balances y proyectos que es el comienzo de un año nuevo y vea que cada vez es más difícil subirse al presuroso tren de la vida --también al de Renfe, que los huesos se resienten ante los escalones altos- sin riesgo de perder el equilibrio en el intento. Pero no quería ponerme melancólica ni metafísica, no pretendía lamentar sueños perdidos sino otro tipo de pérdida mucho más prosaica y a la larga más dolorosa, la del poder adquisitivo de los mayores. Y es que, para los que aún estamos en activo, la jubilación suele antojársenos el paraíso donde casi todo será posible ya sin el yugo de las responsabilidades laborales, salvo que te mueras de repente al quedarte sin la carga de adrenalina que te pone en pie cada mañana; pero mientras nos frotamos las manos ante una posible oportunidad que nos redima de aguantar a pie de tajo hasta que al Gobierno le dé la gana prolongar la fecha de retirada, no reparamos en la realidad que aflige a muchos que ya pasaron esa barrera y están en condiciones de sopesar lo bueno, lo malo y lo peor de la situación.

Lo peor de todo, claro está, es el acelerón de los achaques físicos, esa cuesta abajo en picado y sin marcha atrás que convierte al anciano en cliente asiduo de la farmacia y al farmacéutico en una especie de oráculo de Delfos del que se espera la solución de todos los males. Antes el viejo llegaba a la botica, liaba la hebra con su titular o con el mancebo -cualquiera vale siempre que se escuchen sus cuitas con atención y un poquito de afecto-, cogía sin pagar un céntimo las bolsa de medicinas prescritas por el médico y se marchaba a su casa con la sensación de que se le había aliviado el dolor de las articulaciones antes incluso de meterse en la boca la pastilla. Hasta que llegó el copago hace cuatro años y, con el argumento de reducir el consumo de fármacos y abaratar la factura que abonan las comunidades autónomas al respecto, el pensionista comenzó a pagar por la receta un 10% de su coste, con un tope mensual de 8,25 euros. Una cifra simbólica cuando uno tiene un sueldo decente, pero sustanciosa para quienes malviven de una raquítica pensión. Fue una medida «de austeridad» que, como tantas otras, surtió efecto en el momento del susto, hasta que la curva de las dispensaciones públicas volvió a crecer porque, ya se sabe, la salud es lo primero. Ahora el Ministerio de Sanidad quiere dar otra vuelta de tuerca y subir el copago; en principio a los jubilados de mayor renta, pero quién sabe qué pasará cuando se abra la veda, con lo que se vuelve a castigar a uno de los sectores más desfavorecidos.

Un sector, el de la vejez (menos mal que no se le llama ‘nicho’, porque dadas las circunstancias sería un chiste más que macabro) que en Córdoba crece por minutos. La reducción de la natalidad --decía este periódico que ha caído a la cifra más baja desde el inicio de la democracia-- y el crecimiento de la esperanza de vida, la más elevada de Andalucía, nos abocan al envejecimiento demográfico. Una perspectiva nada halagüeña, y menos ante la incertidumbre sobre lo que será de las futuras pensiones. Sí, nos estamos haciendo mayores en un país que no es para viejos.