Menudo viejo veneno es el odio. No tiene límites, se mezcla todo, retuerce el corazón sin saber si es por amor al negocio, odio a la ordenanza de los veladores, atracción o rechazo a la convivencia de peatones y cordobeses, sentados plácidamente en sillas y en sillones. Dos asociaciones enfrentadas en pleno proceso de fusión que no entienden que la ciudad es un ecosistema, todo en equilibrio e interacciones. En Córdoba hay cementerios y cunas, calles sin coches pero inundadas de veladores, lugares momificados y espacios con latidos de carnes.

Tras estas desavenencias nada progresa ni retrocede. En nuestra ciudad no hay avance lineal y tampoco evolución darwiniana porque hay grupos políticos y sociales como embotados entre paréntesis, que no quieren cambiar y se dejan gobernar por las costumbres. Cuando se aproximaron estas dos asociaciones creí que iban a alimentar la llama sagrada del mutualismo a la manera que en la antigua Roma las sacerdotisas atizaban la llama en el altar de Vesta. Pero han atizado «veladores». Cuando se unieron las dos directivas imaginé que la hostelería elevaba el templo de la Unión, crisol de sentimientos de fraternidad, foco democrático de relaciones empresariales, símbolo de la concordia. Pero tal Unión parece que se secó como esa mujer que aborta al beber brebaje de jugosa hierba y se agujerea el vientre. Desnudas van a quedar las dos sin aceite, sin sal, sin jabón y sin bandejas en cada uno de sus negocios.

Parece que esta fusión ha sido de cal viva, y que necesita alcanfor para erradicar la polilla del odio. No habrá Unión si se perciben alientos avinagrados, como si los veladores estuvieran cubiertos de ajo y de naranja agria de nuestros citricos callejeros. De seguir así nuestra alcaldesa va a tener que limpiar plazas y aceras de veladores, de ruidos de vasos y tazas. Y de rumores.

<b>José Javier Rodríguez Alcaide</b>

Córdoba