En la foto del periódico la directora del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, está medio en cuclillas, que no se sabe si se levanta o va a caerse de culo sobre los talones. Todita de blanco, pantalón blanco, camisa blanca, zapatillas blancas de temporada de las blancas tiendas de la plaza Vendôme o de la avenida Jorge V esquina Campos Elíseos. Pelo blanco, sonrisa blanca, dinero blanqueado. En frente, mirándola sonriendo, una ciudadana de Písac (Perú), falda de colores, rebeca estampada, cojín de colores, sombrero, sentada en la calle. La mujer peruana le sonríe con picardía desconfiada, quizás adivina que Lagarde ha venido a pedirle dinero. El titular advierte de que el FMI anda preocupado porque los mercados financieros se agitan por culpa de la deuda de los países emergentes. La pisaqueña ignora que ella es la culpable de que Lagarde vaya a ver sus acciones bajar en la Bolsa, ella solo sabe que su ciudad tiene un puente que un príncipe antiguo construyó en una sola noche antes de que su amada se convirtiera en piedra. Piedra como la cara aguileña de Lagarde, que solo sabe que esa puñetera india y todos los de su emergente calaña le van a descuadrar el balance de resultados. La pisaqueña no sabe que ella es una emergente, pero Lagarde sí que lo sabe, por eso le sonríe en una postura como de defecar allí mismo por miedo de que la pinche indígena no pague su deuda. La mujer de Písac está sentada en la calle, piernas extendidas sobre una manta de colores, Lagarde no ve bien qué vende, porque esta gente siempre vende algo. La india sonríe porque no sabe por qué diantres sonríe la gringa.

* Profesor