Un reputado otorrino cordobés, persona cabal, español de la mejor estirpe, lector voraz, andariego incansable y reconcomido seguidor del equipo de sus pocos pecados, al compartir cuitas, con perdón, patrióticas con el anciano cronista, apostilló la mención de este al primer presidente de la restablecida Generalitat de Catalunya en el ilusionado, climatérico otoño de 1977, Josep Taradellas (1899-1988), con un enérgico calificativo: «Un señor...». Y es muy probable que con tan sola expresión apuntase al hondón más profundo y principal clave del eterno «problema catalán» en su versión actual, que mostrará su rostro más dramático en el plazo de ocho o nueve semanas.

Sin soledad y acaso también sin dolor no hay liderazgo verdadero; en todos los terrenos, pero muy primordialmente en el político. El carácter diamantino, hecho ciertamente de una pieza --la convicción de ser el legatario de un depósito histórico intransferible---, alcanzó su cenit en el inacabable, eterno, exilio en el pueblecito francés de Saint-Martin-le-Beau (cerca de Orleans). Allí, en los inicios del tardofranquismo, es decir, con un régimen plus-autoritario aún intacto, le hizo una memorable entrevista un periodista de auténtica raza, como él autodidacta y versado en mil lecturas (--a despecho de incontables calamidades, la dictadura y el destierro proveyeron a los lletraferits y escritores de prensa del material inestimable y hoy por entero casi desaparecido de personajes únicos para conversaciones e interviews...--). Ejemplo envidiable de dignidad personal e institucional, el Muy Honorable Presidente de la noble, venerable Generalitat confidenció, con admirable elegancia y sobriedad, al mallorquín Baltasar Porcel, colaborador por aquel entonces del mítico semanario barcelonés Destino --realidad del sueño enfervorizado de unos catalanes del Burgos de la guerra y la Capitanía General de la España del 18 de Julio--, algunos pormenores de los trabajos y los días de su lancinante exilio. Con personajes como él, de la talla de los héroes de las obras teatrales del Grand Siècle y de las plutarquianas más representativas, el futuro de la democracia avizorada y presentida en Catalunya como en el resto de España no tendría, en verdad, peligro, por muchos e incontables arrecifes que tuviera que sortear su alborozada travesía.

Qué señorío, qué poder sobre anécdotas, personajillos, figurantes, distorsiones, accidentes y circunstancias varias de igual ralea, que nunca jamás desviarían la hoja de ruta por él escrita y encarnada de su única e insustituible meta: la recuperación de una Catalunya libre en el seno también único e irremplazable de una España en la que ella volviera a ser, en incontables y prioritarios aspectos, su principal motor.

Sin establecer comparaciones odiosas y deprimentes con las grávidas horas de agosto de 2017, muy probablemente el amigo médico del anciano cronista --feliz residente en el Principado por un inolvidable lustro-- tenía razón. Sin políticos de conspicuo y elevado perfil, las sociedades no pueden dar cima a empresas de horizontes sugestivos y a convivencias creadoras y pacíficas. Muy pronto en nuestro viejo y entrañable país volveremos a comprobar la veracidad de tal aserto.

* Catedrático