El intento de golpe de estado en Turquía, el pasado 15 de julio de 2016, saldado con más de 250 muertos y 1.500 heridos, así como la reacción posterior del presidente, Tayyip Erdogan, acometiendo de inmediato una «purga» en toda regla, con más de 10.000 detenidos, no hace sino confirmar las preocupaciones que pesan desde hace tiempo sobre este importante país euroasiático.

Ante todo, existe una gran incertidumbre en cuanto a la autoría del golpe. Se supone cometido por una facción del ejército turco denominada Peace at Home Council, que fue quien tomó la televisión pública y pronunció, en nombre de las Fuerzas Armadas, una declaración sobre sus intenciones (poco creíbles, la verdad) de restaurar el orden constitucional, los derechos y libertades, el estado de derecho y la seguridad general.

Sin embargo, Erdogan ha señalado desde el primer momento como autor a su rival (y antes aliado) Fethullah Gülen, teólogo musulmán moderado, millonario, autoexiliado en los Estados Unidos desde hace casi 20 años y cabeza del movimiento Hizmet (Servicio), presente en toda la administración turca, incluyendo el ejército. Ambos pretenden la islamización de dicha administración, frente a la laicidad instaurada en aquel país por el mítico Kemal Ataturk en 1923. Y ambos se acusan mutuamente (con grabaciones) de cosas gravísimas. Gülen acusa a Erdogan de corrupción y autoritarismo; Erdogan a Gülen de crear una administración paralela y golpista. En este caso, Gülen niega estar detrás del golpe, que condena expresamente.

¿Quién dice la verdad? ¿Es el golpe obra de una sola facción o de una suma de enemigos? En todo caso, el Gobierno Erdogan se ha lanzado en tromba contra la «cofradía» de Gülen, a la que había calificado oficialmente en mayo como organización terrorista, y ha procedido al arresto de miles de sus integrantes a todos los niveles (jueces, policías, profesores...), saltándose para ello, olímpicamente, las más elementales garantías judiciales y otros derechos fundamentales de los «purgados». No es de extrañar que, en este contexto, el Gobierno turco haya anunciado la suspensión de la aplicación de la Convención Europea de Derechos Humanos, por cuyo incumplimiento Turquía ha sido condenada en numerosas ocasiones por el Tribunal de Estrasburgo.

Este problema tiene mucho que ver, a su vez, con el de la posible incorporación de Turquía a la Unión Europea, difícilmente concebible en estas circunstancias. Turquía es un candidato a la adhesión desde hace años. Su economía se encuentra cada vez más alineada con la de la Unión, por lo que no sería un problema. Sin embargo, su pretendido ingreso siempre ha sido cuestionado por razones político-jurídicas. Una de ellas es que el territorio turco es al 97 por ciento asiático y solo al 3 por ciento europeo. Otra es que algunos Estados de la UE entienden que Turquía no solo es diferente geográficamente sino también culturalmente, posición esta que se ha visto reforzada a medida que el islamismo ha ido aumentando su poder a costa del Estado laico. Otra razón, acaso la más importante, es que se considera que la protección de los derechos humanos en ese país transcontinental se encuentra a un nivel muy inferior al exigido en la UE, especialmente en lo que respecta al comportamiento de la propia autoridad turca. Otra, en fin, directamente relacionada con las dos anteriores, es que se percibe a Turquía como un país políticamente inestable, con muchas dificultades para mantener una democracia salpicada de problemas y golpes de Estado, y potencialmente vulnerable ante el islamismo radical. Obviamente, todas estas razones se han visto fuertemente respaldadas por los acontecimientos de los últimos días.

También está el grave problema de los refugiados. Los Estados de la UE, a pesar de las duras críticas recibidas, acordaron con Turquía que retuviese en su suelo a gran parte de los refugiados huidos de Siria e Irak que se dirigían a sus territorios. Esta posición fue muy cuestionada precisamente por la falta de garantías respecto a los derechos humanos en aquel país, por lo que el problema se agrava notablemente con la situación que se vive tras el golpe fallido.

Finalmente, otro problema importante, de los muchos planteados, es el de la relación de Turquía con Estados Unidos, muy cercana durante años pero con serios altibajos en la última década. La probable negativa norteamericana a la extradición de Gülen, solicitada por el Gobierno turco, ante una evidente falta de garantías respecto al imputado, va a provocar una fuerte tensión diplomática. Esto empujará a Turquía hacia Rusia, con quien ya había empezado a reconciliarse tras el derribo de un caza ruso por aquel país el año pasado, y puede alterar la posición de ese estratégico miembro de la OTAN respecto a cuestiones esenciales, incluida la lucha contra el yihadismo, en aquella complicadísima zona del mundo.

En todo caso, la exigencia firme de democracia y respeto a los derechos humanos es el faro que debe guiar cualquier actuación de otros Estados respecto a este asunto. Ciertamente, es más fácil decirlo que hacerlo, pero no hay otra opción si queremos vivir en un mundo no solo más justo sino también más seguro.

* Profesor de Derecho Internacional

de la UCO