Pensábamos que el ordenamiento democrático de nuestra convivencia, regido por la Constitución de 1978 y apoyado en la reconciliación y el consenso entre los españoles, permitiría superar el viejo anticlericalismo de los años 30 del pasado siglo. Sin embargo vemos con pesadumbre cómo en los últimos años vuelve de nuevo a manifestarse de forma retrógrada y violenta.

De aquí que en la España de hoy se repitan situaciones discriminatorias de intolerancia, menosprecio y ataque directo a la Iglesia Católica, como la agresión a la capilla de la universidad autónoma de Madrid, entre otras muchas, difíciles de enumerar, consecuencia de un laicismo que oscurece la conciencia moral de una sociedad que se enfrenta con los valores más fundamentales de su cultura, que es cristiana en sus raíces y en sus expresiones. Nadie puede negar, pues la historia así lo demuestra, que en la democracia moderna ejerció una gran influencia la cultura cristiana, asimilando sus propios valores. Es necesario, pues, hacer una reflexión social que permita corregir a tiempo un rumbo extremadamente peligroso de consecuencias imprevisibles. Nadie puede temer agresiones o deslealtades con nuestros conciudadanos por parte de los católicos, pero sí exigir, sin arrogancia pero con vigor, respeto a nuestra identidad cristiana y libertad para anunciar el mensaje evangélico en un clima de tolerancia. Esta es la grandeza de la democracia, facilitar la convivencia de personas y grupos que piensan distinto sin que genere conflicto.