Sabían que eran vencejos pero los llamaban golondrinas. Anualmente volvían las golondrinas, esas aves albinegras que, según la piadosa leyenda, no eran comestibles porque, el día del Gólgota, habían arrancado las espinas a la corona de Jesús el Nazareno. Veo al niño que fui con un sable basto de madera en la cintura y gorro de mariscal fabricado con hojas de periódico --señal vehemente de que leía las aventuras de Pipo y Pipa--, entusiasmado con los vencejos a los que, como toda la familia, llamaba golondrinas. Se le morían las horas mirándolos construir, o reconstruir, sus nidos cóncavos, compuestos con pegotillos de barro, bajo el alero de la azotea. Parecían piñas gigantes realizadas con una inteligencia zoológica propia de alfareros. Pero el mejor espectáculo llegaba al caer las tardes, con calor de horno, del verano. Después de numerosos vuelos cortos, elípticos, con piruetas que parecían alegres y despreocupadas, se agarraban al nido con sus garras pequeñas. Luego del breve descanso, volvían a volar, una vez y otra, sin afán exacto, como quien goza porque sí de la felicidad. Ciertos días, al querer penetrar en el nido dos golondrinas al mismo tiempo, caían al balcón, a los pies del niño que, disfrazado de héroe rudimentario --ya digo, espada de palo, gorro de papel--, se quedaba atónito. Enseguida retomaban el vuelo para surcar un sinfín de veces los aires tranquilos del crepúsculo, que llenaban de trinos exultantes y estelas inseguras. Tras la aparición del lucero fijo en un cielo que se oscurecía por momentos, las golondrinas -bueno, los vencejos- retornaban, definitivamente, al nido, introduciéndose por una rendija imperceptible. Al fin, se cerraba la noche de las lechuzas misteriosas, que le inquietaban al verlas en el caballete del tejado pues, según otra leyenda, eran, al contrario de las golondrinas, pájaros de mal agüero.

* Escritor