No es la primera vez que Arabia Saudí entra en cólera con Catar. Pero esta vez parece que la cosa va en serio, pues le acompañan otros seis países, el resto de los que forman el Consejo de Cooperación del Golfo, y también Egipto. Se trata, pues, de una brecha en el mundo suní, tradicionalmente considerado un bloque homogéneo, fiel a la política de Estados Unidos y cohesionado por su enfrentamiento con el Irán chií, y con Israel. Lo más paradójico es que estos siete países acusan al emirato de «apoyar el terrorismo». La ruptura se produce en plena conmoción por los últimos atentados en Londres y Kabul y poco después de la primera visita del presidente Donald Trump a la zona. Todo indica, pues, que Arabia Saudí quiere utilizar su enfrentamiento con Catar para reafirmar su liderazgo en el Golfo y ser garante de la esperpéntica política de la nueva Administración Trump. También es otro intento del régimen de Riad de lanzar humo frente a las evidentes pruebas de su apoyo al terrorismo yihadista, que van desde Al Qaeda hasta el Daesh, tanto financiando a grupos armados en Siria o en Yemen como impulsando la radicalización de jóvenes de religión musulmana nacidos en Occidente. Arabia Saudí practica justamente la misma política que ahora pretende condenar en Catar. En el trasfondo de esta maniobra tan burda está el terremoto geopolítico de la nueva era Trump, que implica la ruptura, o el debilitamiento, de alianzas tan largas y prósperas como la que tenía EEUU con la Unión Europea. Quizá Catar o la misma Arabia Saudí quieran sacar partido de este nuevo orden mundial pero, de momento, consiguen que el Golfo Pérsico viva un nuevo foco de ebullición ahora entre países de la misma tradición musulmana y unidos por los intereses del petróleo.