Sería esta la España que Guerra pronosticó no reconocida ni por la madre que la parió? Difícil disyuntiva, pese a la reconocida lucidez de don Alfonso. Si los adivinos se atreven a preguntar quién llama a la puerta, cómo vamos a endilgarle más dotes pitonisas a quien fuera azote del Parlamento. Ni siquiera Guerra pudo prever la caída del guerrismo, en esos tiempos lejanos que respirabas su omnipresencia. España es diferente, al menos con su pasado: Después de los turrones que vuelven a casa por Navidad, uno de los arquetipos que se están consolidando en este país es el chiflido al monarca en la copa que lleva su nombre. Algo tiene que ver la edad de oro de los culés, pero el cóctel se potencia cuando el otro finalista es un representante de la tierra vasca. Aunque presiento que esta querencia puede hacerse extensiva a otras esquinas del ruedo ibérico, vistiendo el efecto centrífugo con el burreo anónimo de los escolares.

No siempre fue así: Ahí tienen, señores, Fuente Obejuna y esa zapata del siglo de oro por el que el honor es patrimonio del alma. Variaciones, las que ustedes quieran: como los barcos sin honra y la honra sin barcos que, verbigracia, convirtieron la bahía de Santiago de Cuba en un pimpampún y un regustito para los norteamericanos. Más paradigmático de esos tiempos en los que el honor entraba a porta gayola fue el duelo entre el duque de Montpensier y el duque de Sevilla, a la sazón el infante Enrique de Borbón. Ambos erraron el primer tiro, al que habían llegado por una furibundez irreconciliable. Pero en su siguiente tentativa, en aquel 12 de marzo de 1870, el cuñado de Isabel II y padre de María de las Mercedes plantó un balín en el entrecejo de don Enrique. Gracias a la sensatez de los españoles encarrilada por la Carta Magna, los nueve pasos y los pormenores discutidos por los padrinos han sido sustituidos por una barrabasada de decibelios. Mejor, mucho mejor. Pero tanto frivolizar con las instituciones supone faltarnos a nosotros mismos el respeto. Pudiera no ser malo ese sentimiento zumbón de la patria; incluso saludable comparado con la sobresaturación practicada por otras naciones. Pero la destreza en el sarcasmo requiere una mínima cohesión, una asimilación de que los símbolos comunes no son souvenirs para fachorrones. Y por ese mínimo común se orea la coherencia y, por ende, el rigor, sin dejarse querer por esa supuesta libertad de expresión que, al estirarla en su ambivalencia, se devalúa.

Si la Monarquía aguanta, no sabemos qué papel tendría en la formación de la futura Reina la enseñanza zen. Para empezar, podría preguntarse por qué le chiflan a una Copa que tanta ilusión les hace ganar. Y ese adoctrinamiento de desconexión debería comenzar por renunciar a Satanás y todas sus obras, pues esta España Belcebú guarda la quintaesencia del balón.

El tiempo de Montpensier quedó muy atrás, y solo fluye para evocar el esplendor de Paquita Rico; o el imponente palacio de Sanlúcar, con licencia para avistar habaneras y todo el cargamento sentimental del Nuevo Mundo. Por esos, los nuevos tiempos deben ser recíprocos, sin que se enfosquen los victimistas en tretas y celadas decimonónicas. H

* Abogado