Si hiciéramos caso a lo que ven nuestros ojos: los restaurantes más caros de Madrid atestados de clientes ansiosos, diligentes y aún divertidos, concluiríamos de inmediato con aquella frase para la historia de José María Aznar: «España va bien», la descripción más escueta y atinada de la burbuja que luego explotaría ante las narices de los españoles llevándolos a su crisis más penosa conocida en décadas. Esto ocurre desde hace meses en la capital de España pero también en Barcelona, aunque no sea políticamente correcto admitirlo, en Málaga y su gran costa y, progresivamente, en nuestros archipiélagos, la costa mediterránea y el norte vasco y navarro siempre tan orondos. Los signos externos indican que se ha salido de la crisis como ayer: consumiendo a destajo.

Y debe estar ocurriendo, más o menos, de esta forma porque no se observan alertas algunas y mucho menos nos alcanzan reflexiones sobre si el camino emprendido es correcto o no. Simplemente se camina y se come. Todo ello, o sea, vicios en los que caímos y se nos reprocharon luego en los momentos más duros de la crisis («hemos vivido por encima de nuestras posibilidades»), parece que se cuelan de nuevo en los comportamientos de las élites económicas muy animadas por la música que emite Europa, pues el viejo continente crece con firmeza, la locomotora china no para de sumar vagones a su ya casi infinito tren de la seda y ¡ay! Trump, el hombre que viene a acabar con los impuestos.

Este mundo nuestro sorprendido a diario por noticias feroces, que deberían llevar a la meditación y la cautela de gobiernos, autoridades multilaterales y a esa caterva de academias, sabios y otras instancias que llamamos de manera rugosa «tanques de pensamiento», sin embargo, parece decidido a pasar de las nuevas que no le interesan y también, y con suma rapidez, a puentear a sus gobiernos. No son pocos los estudiosos que están haciendo suya la creencia de que entramos en una era postgubernamental o, por decirlo con más llaneza, que pasamos de los gobiernos. Sin ir más lejos, esa preocupación altísima que significó «la salida masiva de empresas de Cataluña» coincidiendo con el otoño de incendio al que nos condujo el procés, parece desvanecerse aunque nada, o muy poco, se haya aclarado en Cataluña desde entonces, sino todo lo contrario. Esta comunidad autónoma crece y también lo hacen el resto de España, Europa y la Norteamérica de los no impuestos que se presenta como el nuevo ideal del capitalismo mundial ante el silencio de China.

La inercia del gran capital, las tecnológicas y el comercio global se imponen sobre los caprichos y arcaísmos de los humanos, las sociedades que conforman y los Estados donde se alinean, de tal manera que todos nos deslizamos por el tobogán «seguro y suave» que proponen. En España se decide que «la coña catalana» no nos va amargar la fiesta del crecimiento en marcha. La deriva es tan clara que hasta el mismo Montoro aprovecha la avenida del nuevo crecimiento cercano al 3% para cerrar el grifo de la inversión pública tomando como disculpa la «forzada prorroga de los Presupuestos». Las cuentas que se hace son claras: recaudará lo que necesita sin necesidad de activar la maquinaria pública, lo que le llevará a entregar en Bruselas unos números que coloquen a España por fin en el nivel de déficit que se exige al Reino.

Que el deterioro de lo público --sanidad, educación, inversión en infraestructuras y servicios, investigación, cultura...-- continúa, pues sí, «pero ya llegará el momento en que lo arreglemos». Ahora la gran noticia mundial es que Apple repatriará a los Estados Unidos más de 250.000 millones de dólares de beneficios obtenidos en el resto del mundo para aprovecharse de la rebaja impositiva de Trump. Eso sí que es una amnistía fiscal comme el faut pensará Montoro y no la que promovió el primer Gobierno de Rajoy, y bien que sufre, en el momento más crudo de la crisis. Si, los gobiernos viajan en los mullidos sillones que les preparan los titanes de la economía, lo urgente puede esperar.

* Periodista